La leyenda de Efraín Forero, el Zipa Indomable
Cuenta la leyenda, que es tanto como decir la historia, que había tertulia en una tienda bogotana de bicicletas (otros dicen que era un bar, el Café Pasaje). Que allí estaban Efraín Forero, Donald Raskin, Guillermo Pignalosa, Mario Remolacho Martínez y Jorge Enrique Buitrago, más conocido como Mirón. Que era 1950, que todo estaba a brotar.
Cuentan, por seguir con el mito, que todos ellos hablaban de su pasión común, que no era otra que el ciclismo. Y que flotaba en el aire una idea loca, irrealizable. Una que, a imitación de lo que venía ocurriendo en Francia o Italia, quería abrazar todo el país en una única carrera. Sí, la Vuelta a Colombia, ¿por qué no? Los hay escépticos ante esa posibilidad. Quizá sí, aunque dentro de unos años. Pero Forero, único de los presentes que es ciclista en activo, lo tiene claro. Se puede hacer, claro que se puede hacer. Buitrago lo mira muy serio. ¿De verdad lo cree? Y Forero, a quien acabarán llamando el Indomable, asiente con fuerza. Silencio de cundinamarqués recio, acostumbrado a mostrar con actos más que a rendir con palabras.
Mirón calla, reflexiona. Si me demuestra que es posible yo me comprometo a buscar apoyo y financiación en el diario El Tiempo. No creo que por ahí haya problema. Pero debe de tenerlo claro.
¿Y cómo podría yo demostrar eso?
Ah, no sé, eso ya es cosa suya.
Y todos siguen hablando, pensando, lanzando suposiciones al humo de los muchos cigarrillos que allí se fuman. La Vuelta a Colombia había empezado a andar.
Pero, ¿de qué manera convencer a ese loco Mirón que se podía hacer, que era factible unir los extremos del país montado en una bicicleta? A Forero se le ocurre una idea. Bueno, lo haré yo mismo, en solitario. Sí, la carretera de Bogotá a Manizales son trescientos kilómetros, seguramente los más duros, los más agrestes que habrían de pisarse en una eventual Vuelta a Colombia. Los que más asustarían a todos. Así que los recorro, para que vean que no hay excusas…
Y se lanzó a hacerlo. Salida en la Estación de La Sabana, plena Avenida Centenario de Bogotá. Detrás, en un coche, iban Raskin, el inglés secretario de la Federación Colombiana de Ciclismo, y Remolacho Martínez, tesorero de la institución. Al principio no hay problemas, y hasta Honda todo transcurre con normalidad. Ese mismo segmento, entre Bogotá y Honda, terminará por ser la etapa inaugural de la primera Vuelta a Colombia en Bicicleta. Pero a partir de ahí todo cambia.
No, con ese auto no llegan a Manizales, les dicen todos. Ruedas demasiado finas, motor demasiado escaso. Mientras tanto el ciclista pedalea, sin desfallecer, sin perder aliento. A los seguidores les prestan una camioneta del Ministerio de Obras Públicas, un auténtico gigante preparado para atravesar ríos de fango y tormentas de hielo. Y les ponen, además, chofer. Conducir por allá no es fácil, cuentan, muchos se asustan.
Forero sigue. Sin cochero, sin cubiertas gruesas, sin motor.
A la altura de Padua, corregimiento del municipio de Herveo, cuando faltan casi ochenta kilómetros para llegar a Manizales, el conductor se planta. Yo por ahí no paso, están ustedes locos, todos locos. Chiflados sin remedio, son suicidas, y a mí me gusta vivir. No hay manera de hacer que cambie de opinión. Así que Efraín Forero interviene. Vayan ustedes a su ritmo, paren las veces necesarias, den los rodeos que sea menester. Yo los espero en Manizales. Y continúa, poco a poco. Está ascendiendo el Páramo de Letras, el puerto ciclista más alto de Colombia, nada menos que 3677 metros sobre el nivel del mar para unos alucinantes ochenta kilómetros de subida. Es un infierno, uno rodeado por cafetales, jungla, nubes. Por el mismo cielo. Sigue, sigue, siempre sereno. Indomable, claro. Con el aire que se va haciendo más y más fino, imperceptible, desasosegante. Lo llaman “soroche” o “puna”. El mal de altura, el que provoca ahogos, deshidratación, dificultades para respirar. Puedes llegar a ver visiones, a encontrar fantasmas retorciéndose por entre las crestas de la montaña. Quizá los atisbó Forero, su porvenir, sus gestas, sus enemigos y malandanzas. Todos juntos, burlándose de él. Quizá los vio, pero nunca lo dijo. Jamás. Él era el Zipa. No podía permitírselo.
Al final todos llegaron a la capital de Caldas. Efraín lo había hecho, montado sobre su bicicleta, dos horas antes. El hombre venció a la máquina y, sobre todo, demostró que sí, que era posible.
La Vuelta a Colombia iba a nacer.
Pero, ¿quién era ese Efraín Forero que iba a ser tan determinante en la génesis de la Vuelta a Colombia? Pues Efraín Forero Triviño (1930-2022) es, en pocas palabras, una leyenda. La del Indomable Zipa.
Zipaquirá es una ciudad pequeña y fría, rodeada de maizales y mayos, que allí llaman sietecueros, donde el viento se pierde y susurra caricias para quien sabe oír. Un sitio de gran riqueza desde antaño, fundamentalmente por la cercanía de fértiles salinas que proporcionaban a sus habitantes valiosa sal (aún existían en la época una docena de hornos) con la que comerciar y ofrecer a modo de trueque para sus negocios. Es, también, una de las poblaciones más antiguas que hay en Colombia, una que fue conocida como Chicaquicha antes de la conquista por parte de los castellanos. Aquel nombre significaba “Al pie de la cumbre”. La cumbre era la de un cerro que preside el horizonte, y que llaman Cerro del Zipa.
Pero el Zipa no es solo una montaña. Tampoco el apodo de un ciclista. Al menos no únicamente. No, un zipa era el gobernador supremo del Zipazgo durante el imperio muisca. Estos muiscas, o chibchas, fueron un pueblo indígena que venía habitando el altiplano cundiboyacense desde al menos el siglo VI, y constituían entidad autónoma de gran importancia en el corazón de lo que hoy es Colombia. Eran polígamos, dejaron enormes ídolos con forma fálica repartidos aquí y allá, practicaban economía fundamentalmente agraria y tenían inmensas riquezas en oro, tantas que llegó a ser el material más utilizado en la artesanía del metal. También poseían un idioma propio, el muysccubun, con guarismos únicos, pronunciaciones particulares y huellas en ciertos topónimos colombianos. Tenían árboles y plantas sagradas y espacios telúricos de respeto y lagunas donde realizaban ofrendas a sus divinidades. Una de ellas, la laguna de Guatavita, parece estar en el origen del mito (o no) de El Dorado.
Este territorio, inmenso, se dividía en espacios más fácilmente gobernables: el Zipazgo y el Zacazgo. El Zipazgo cubría algunos lugares que serán familiares para nuestro relato. Zipaquirá, Fusagasugá, Pasca, Ubaté, Cucunubá. Al frente de todo este entramado se situaba el zipa, un gobernador establecido en Funza, descendiente directo de la diosa Chía (divinidad que representa a la luna) y con autoridad en todos los ámbitos sobre las tierras del Zipazgo. Era jefe militar y administrativo, protagonista del poder Ejecutivo y del Judicial, sumo sacerdote, encargado de las ceremonias más importantes. La dignidad de zipa se adquiría por la llamada ceremonia de El Dorado, que se llevaba a cabo en la laguna de Guatavita. El aspirante era desnudado y untado primero con aceites aromáticos y luego con oro en polvo, de tal forma que su imagen fuese totalmente áurea. Luego iba en una balsa cargada de joyas y representaciones de los dioses hasta el centro de la laguna. Una vez allí, se sumergía en el agua por completo, dejando que su brillo dorado se expandiera, lentamente, a modo de ofrenda. La imagen debía de ser mágica, con ondas de estrellas áureas extendiéndose en círculos concéntricos hasta donde alcanza la vista mientras se tocaba música, se bailaba, se quemaban sahumerios. Momento trascendente, uno de esos en los que el hombre roza, al menos con la punta de los dedos, su unión con la divinidad.
Y es por eso por lo que a Efraín Forero Triviño le llamaban el Zipa Forero. Por su origen. Por su espíritu de dominación.
Lo de Indomable es otra cosa, y la contaba él mismo. Sucedió en la tercera Vuelta a Colombia. Forero vence en la primera etapa y en la segunda vuelve a conseguir ventaja frente a sus rivales, que ya están a más de 22 minutos en la general. Pero al siguiente día, camino de Manizales, Efrain choca contra un camión y se lesiona la mano izquierda de gravedad, con varios huesos rotos. Qué más da, era diferente. Sigue compitiendo en las doce jornadas restantes, continúa en una carrera que incluye ascensos hasta las mismas nubes. Termina cuarto en la general, entre dolores propios y reconocimientos ajenos. Allí es donde le ponen el apodo de Indomable, dirá más tarde.
Y así queda Efraín Forero Triviño. Como el Indomable Zipa.
En realidad, el adjetivo le cuadra ya desde joven, cuando hacía respetar sus ideas liberales en un ambiente hostil. A golpetazos, a gritos y amenazas, las más de las veces. En Zipaquirá vivía un tal Chepín Franco, matón fascista que cada martes iba a la plaza del mercado y, acompañado por cuatro o cinco, pegaba palizas a los campesinos que iban a vender sus bagatelas. Este Chepín fue la causa de que Forero no fuera reclutado por el Ejército Nacional. Un día vendré aquí vestido de uniforme y me desquitaré de un hijo de puta que me las debe, le dijo. Y Franco movió todos sus hilos para que jamás prestase servicio… Más tarde, en 1954, Efraín compite en México, y allá compra un revólver calibre 22. Cuando ambos, Chepín y el Indomable, coincidían en un bar, Zipa jugaba con las balas encima de la mesa. Era para “mamarle gallo”, decía, años después.
Quien fuera ídolo de todo un pueblo nace en 1931, en Zipaquirá, y pronto se traslada con su familia (el padre era farmacéutico) hasta Bogotá. Salió Efraín, tercero de nueve hermanos, poco amigo de libros y clases. Para disgusto de su papá, por cierto, que era lector empedernido e intentó transmitirle al pequeño su amor por la literatura. Pero nada, no hubo manera, prefería la patineta, el triciclo. Así que Argemiro Forero busca que Efraín tenga en común con él al menos su segunda gran pasión: la bicicleta. (Nunca tendrá buena relación Efraín con el padre: “Era malgeniado, y cuando tomaba sus cervezas a veces maltrataba a mi mamá. Yo estaba siempre con ella, para protegerla. Una vez le quité el cinturón mientras estaba en plena paliza, le grité, llegué a amenazarlo. Jamás me volvió a mirar igual”). Aunque es rebelde el chico: no le gusta la cicla, se niega a subir sobre ese monstruo mágico y tenebroso que lo mismo te lleva de un sitio a otro a gran velocidad que lanza tu cuerpo al suelo con violencia. Solo caerá rendido a sus encantos por obligación, cuando se haga cartero y vea que la bici es el medio más cómodo para desempeñar su trabajo. El que hace, por cierto, a regañadientes, pues sus sueños están en otro sitio: el coso. Efraín Forero Triviño anhela ser matador de toros, y entrena cada noche, luna llena lorquiana de escapadas prohibidas y fugaces, para conseguirlo. Hasta que un cebú, más avispado que los demás, se cansó de que aquel rapaz pequeño y moreno estuviera allí molestándole en mitad de su descanso, y le dio una mala voltereta. Fue solo advertencia, pero el futuro corredor se la tomó muy en serio.
Porque Forero iba a ser ciclista. Andaba bien sobre los pedales, todos se daban cuenta, y cada vez le gustaba más. Acudía con regularidad a competencias en velódromo, su nombre empezaba a sonar en bocas ajenas. La primera vez fue en 1948, cuando se programó una carrera en Zipaquirá para recordar a sus mártires. Un año más tarde Forero, a quien algunos llaman ya el Zipa, se impone en La Doble a Chía, prueba que salía de Bogotá, llegaba hasta Chía y volvía a la capital, en total algo más de medio centenar de kilómetros. Muchos participantes se burlaban de él por su pobre equipamiento. “El novato de la bicicleta inmunda”, lo llamaban. Y Forero, orgulloso, se picó. Les gano, porque les gano, se dice a cada pedalada. Y, claro, les ganó. Era, sí, una pequeña celebridad.
Y, al fin, llegó la oportunidad de demostrarlo allende las fronteras. Fue en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 1950, celebrados en Guatemala, cuando consiguió la primera medalla áurea del concierto internacional para el ciclismo de Colombia. Allí conquistó el título de persecución por equipos sobre 4000 metros, al imponerse su equipo en la final a Cuba. También había logrado la Bogotá-Cali, más de 450 kilómetros que los pedalistas completarían en un día de esfuerzo ininterrumpido atravesando, entre otros, el imponente, monstruoso, paso de La Línea. Más tarde será igualmente campeón de ciclismo en ruta durante los Juegos Bolivarianos de 1951.
El Zipa se iba convirtiendo en ídolo de la afición. Fue la suya figura fundamental en la génesis de la gran Vuelta a Colombia, de él la primera victoria. Era taciturno, tranquilo, algo tímido, con sonrisas fugaces que asomaban a su rostro entre mares difíciles de ceños y labios en cera. Siempre correcto, siempre educado, nunca una palabra más alta. Aunque no se callase, aunque dijese cuanto tenía que decir. Un icono, prácticamente un mártir.
Estatua perfecta a la que adorar.
Fundamental porque el público aprecia a quienes ganan, pero ama con locura a los que saben perder. Perder con estilo, con su punto de dramatismo. Perder, aunque a veces parezca que lo más sencillo es acabar venciendo. Saber perder es un arte, quizá la lid más complicada en el deporte, y el Zipa acabó manejándola con singular destreza. Por las desgracias, por mostrarse siempre en inferioridad numérica frente a los de Antioquia, por estar, en ocasiones, peleado con sus propios compañeros de equipo departamental. Por su carácter, su mirar, sus manos grandes sobre la goma de los frenos. No hubo quien perdiera como Forero, y por eso se le quiere tanto. Aunque en la primera Vuelta, igual por error, tuviera el mal gusto de alzarse con la victoria. Nadie es perfecto.
Diez veces corrió el Zipa la Vuelta a Colombia, y jamás volvió a alzarse con la camisola de líder definitivo. Eso sí, sus aventuras darían para llenar un libro. En una ocasión se le rompió el manubrio y cayó salvajemente, aún con este en la mano. Abandonó entre los sollozos ahogados de su madre, que siempre lo acompañaba a las carreras, sufriendo desde el coche las penalidades de su pequeño. Efraín, asustado, solo quebraba su mutismo para pedir, por favor, un poco de agua con azúcar. Cuentan también que un día los propios corredores de Cundinamarca actuaron en su contra, privándole de la victoria tras el abandono de los paisas. A veces la mala suerte en forma de pinchazos y averías llamó a su puerta. Otras los rivales surgían de forma inesperada, auténticos escuadrones de antioqueños que apenas dejaban migajas para quien corría, casi siempre, en la soledad más absoluta. Qué importa, el público lo amaba, y esa es la eternidad más difícil de conquistar.
La del corazón de la gente.
La que vivió Efraín Forero Triviño, alias el Zipa Indomable.
Al volver a Zipaquirá el mismo día en que concluyó su exitosa primera Vuelta a Colombia, el Zipa Forero se encontró con un recibimiento fastuoso. Entró escoltado nada menos que por una escuadrilla de aviones, mientras arribaba a la plaza mayor de la ciudad, llamada “de Los Comuneros”, entre los sones, entonados por miles de gargantas, del himno nacional. Y allí sí el Zipa, el hombre que todo lo puede, el Indomable, lloró.
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