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Alfonso Flórez y el primer Tour del Porvenir para Colombia

Alfonzo-Florez-Campeon-TourdelAvenir80-1-1030x643 Alfonso Flórez y el primer Tour del Porvenir para Colombia Ciclismo Ciclismo en ruta Ciclismo profesional Colombia Marcos Pereda Sin categoría
Foto: Horacio Gil Ochoa/©Revista Mundo Ciclístico 1980

El Tour de l’Avenir. Y los colombianos que vuelven. Probaron en 1953, y fue un fracaso absoluto. Ahora… reintentan. Y asusta, asusta mucho.
Asusta todo, más bien. El recorrido, con 1627 kilómetros divididos en doce etapas y otros dos sectores. No las montañas, no, esas no podían amedrentar a los escaladores. No. El Grand Colombier, Morzine, La Clusaz… su elemento natural, el único en el que podrían asomar por los puestos delanteros. Pero el resto… escalofríos. Una crono individual de casi 25 kilómetros. Y, sobre todo, otra por equipos, entre Saint-Germain-du-Bois y Chalon-sur-Saône, que doblaba esa distancia. El estropicio que podían sufrir los americanos apuntaba a histórico.
Sobre todo porque allí estaban los mejores conjuntos del mundo, las selecciones más potentes. Clásicas como Bélgica, España, Francia (que tenía dos combinados), Holanda, Italia o Suiza. Otras más exóticas. Finlandia, Marruecos, Portugal. Y, sobre todo, ellos. Los equipos del bloque comunista, los que vivían más allá del Telón de Acero. Polonia, Checoslovaquía. Hasta la mismísima Unión Soviética, que llevaba un par de años dominando la competición, triplete incluido en 1978. Dos años en los que su mejor hombre impuso por completo unas condiciones que muchos pensaban eran inigualables en todo el pelotón. Incluidos los profesionales. Se llama Sergei Soukhoroutchenkov, y parece inabordable.
José Patrocinio Jiménez, Alfonso Flórez, Julio Alberto Rubiano, Fabio Arias, Antonio Londoño, Rafael Acevedo, Rogelio Arango. Esos eran los siete colombianos que intentarían sobrevivir a las duras rutas europeas. Destacar, si se puede. Incluso lograr algo. Una victoria parcial, una clasificación de la montaña.
Algo.
Todos los escarabajos formaban parte del equipo Freskola, y quien los iba a dirigir allí, Raúl Mesa, también era director de ese conjunto. De hecho fue la empresa de bebidas, junto con RCN, quien sufragó el viaje hasta Francia. Expedición de diez personas. Siete ciclistas, Mesa, un mecánico y un masajista. Acudieron finalmente otros tres individuos, pero ellos tuvieron que pagarse los gastos…
Pongamos en contexto esa prueba. De los quince parciales el equipo de la Unión Soviética se impuso en ocho. Otros dos fueron para polacos y checoslovacos. O, dicho de otra forma, aquellos hombres que se preparaban como profesionales, que contaban con los mejores entrenadores, que vivían única y exclusivamente para defender el honor de su país a lo largo y ancho del mundo, eran prácticamente irreductibles. Sobre todo en las etapas llanas, con su increíble rush final. O en terreno ondulado, donde sacaban a relucir una potencia que les permitía ascender puertos no demasiado duros con desarrollos imposibles de imaginar para el resto. Y, por supuesto, nadie podía pensar batirlos en las cronos por equipos. Disciplina militar, preparación al milímetro. En la de aquella carrera se impuso la selección de Checoslovaquia, con la Unión Soviética tercera y Polonia cuarta. Los colombianos hicieron el décimo mejor tiempo, a más de cinco minutos. En principio ya solo contaban para protagonismos secundarios…
Pero algo ocurre. Día tras día Alfonso Flórez se va filtrando en escapadas. Recupera tiempo aquí, gana otro minuto allá. Se aprovecha de ser un desconocido. Nadie lo vigila, Soukhoroutchenkov le permite hacer. En Saint-Étienne, cuarta etapa, marcha con otros nueve ciclistas. Sacan cinco minutos y medio, Barinov es líder. La jornada siguiente Flórez ataca en la Côte de Manche y se va con ocho corredores. Logra un minuto sobre el pelotón. Y, sobre todo, acaba vistiéndose de amarillo. Entonces empieza el verdadero duelo. Directo, un hombre contra otro. A cara de perro.
Porque el soviético es enorme campeón, eso nadie puede negarlo. Desde su mirada glacial, desde el cabello rubio y la sonrisa seria… todo desprende cierta imagen de distancia, de lejanía. Pero sobre la bicicleta el desempeño es excelente. Soukhoroutchenkov inicia su ofensiva en la etapa de Morzine. 110 kilómetros por rutas que un lustro más tarde llegarán a ser territorio sagrado para los escarabajos. Terreno sin un palmo llano, plagado de subidas ásperas y bajadas vertiginosas. El gran soviético avanza sin oposición, sin alzarse jamás del sillín, sin descomponer la figura. Está afrontando una contrarreloj de 100 kilómetros. Locura. Al menos para cualquiera que no sea Soukhoroutchenkov. De esa forma llega al pie del último puerto, el Col de la Joux Verte, con cinco minutos de ventaja sobre el líder colombiano. La carrera está sentenciada, Flórez no tiene nada que hacer.
Salvo fluir…
Joux Verte es una subida durísima, una escalera de quince kilómetros que tiene los cinco centrales a más del ocho por ciento de media y corona por encima de los 1700 metros. Y allí sucede el milagro.
Alfonso Flórez lleva un maillot de color dorado, publicidad de la marca de helados Miko sobre el pecho. Miko es una empresa francesa que fundó en 1927 Luis Ortiz. Un cántabro. Pasiego, hombres de las montañas. Pocas palabras, mucho trabajo. Como Alfonso. Que no pierde la calma y empieza a pedalear cuesta arriba. Estilo aéreo, hermosísimo, como si ningún esfuerzo cargase sus piernas. Por delante Soukhoroutchenkov avanza disfrazado de tanque de guerra. El asfalto parece estremecerse bajo sus ruedas. Pero la imagen es muy diferente a la del escarabajo. Donde en uno todo es gracilidad en el otro torna pesadez, fiereza casi grotesca. Flórez negocia cada curva dulcemente, saltando de una a otra como si nada de eso fuese distinto a hacer una salida dominical con los amigos. Y el tiempo empieza a estar de su parte. Los segundos caen, luego son minutos. En la cima de Joux Verte ha recortado casi tres sobre Soukhoroutchenkov. El descenso a Avoriaz es rápido, arriesgado, ambos limando en cada cuneta. Apenas cambian las posiciones. Flórez ha salvado el liderato por más de 180 segundos.
La locura. El primer sudamericano que viste una camiseta de líder en Europa empieza a creerse que puede mantenerla hasta el final. Pero los soviéticos siguen a lo suyo. Vencen en otras tres etapas consecutivas, buscan sorprender en cada recta, en cada terreno quebrado. Alfonso cuenta con la ayuda de José Patrocinio Jiménez, pero ellos son muchos más. Al final habrá tres rusos entre los cinco primeros, cuatro entre los siete. Una exhibición…
Sin premio. La etapa más complicada es la undécima, la que termina en Grand Colombier. El puerto más duro de la carrera, uno de los más exigentes de toda Francia. Allí vuelve a intentarlo Soukhoroutchenkov pero es inútil. Flórez está en su terreno, es el mejor escalador de la prueba. Seguramente, a esas alturas, uno de los mejores del mundo. El rubio gana en la cima, pero Alfonso, rostro reconcentrado, nunca una sonrisa, bigote sobre el labio superior, acaba de sentenciar.
El Tour de l’Avenir de 1980, el gran momento inicial para todo el ciclismo colombiano, termina en Divonne-les-Bains, a orillas del Lago Leman, justo enfrente de Suiza. El último parcial va para un francés de nombre Philippe Martinez. Pero todas las miradas se posan en el podio. Que exhibe a dos soviéticos. Yuri Alekseyevich Kashirin es tercero. Sergei Soukhoroutchenkov, segundo. Ambos han perdido más de cuatro y tres minutos respectivamente con el ganador. Sube con mueca tímida para recoger los ramos de flores, el último maillot amarillo. Es santandereano. De Bucaramanga, concretamente.
El 21 de septiembre de 1980 Alfonso Flórez Ortiz acaba de cambiar la historia del ciclismo colombiano. A partir de entonces nada será igual.
El final de Alfonso Flórez será trágico. Inesperado, quizá. O no, depende de a quién escuches, de qué versión leas. Fue el 23 de abril de 1992, ciudad de Medellín. Alfonso sale de casa a las ocho de la mañana, montado en su coche, un bonito campero de la marca japonesa Mitsubishi. Volvió a comer con su familia, y más tarde acudió a un taller cercano para recoger otro automóvil de su propiedad. Un Mazda. Sucedió en la avenida Pichincha, cruce con la carrera 65. A su esposa un vecino la acercó hasta el lugar, pero allí ya no había nada, solo un nutrido grupo de periodistas retransmitiendo en directo. “Como en las carreras en las que él participó”, dijo Martha Tarazona. Marcha a Medicina Legal, no le permiten la entrada, dicen que no puede verlo, que están haciendo la autopsia. Martha rompe a llorar.
Fueron sicarios los que abordaron su auto con una motocicleta. Cuatro tiros, en la cabeza. Profesionales. Alfonso se dirigía a una tienda para comprarle a su hija la mochila nueva que le había prometido. Nunca llegó. El asesinato había seguido el esquema tantas veces repetido en la época. Dos hombres sobre una moto de alta cilindrada que se ponen junto al automóvil o delante de él. El pasajero dispara sin piedad, en ocasiones utilizando incluso una metralleta UZI, antes de que el conductor acelere y se pierdan por el tráfico de la ciudad. Asesinos, muchos de ellos menores de edad, extraídos de las entrañas más profundas de la pobreza. En su cuerpo tres estampitas del Divino Niño y la Virgen María Auxiliadora. Una para recibir el encargo, otra para no fallar con la puntería y otra para poder huir sin problemas. La sinrazón de la violencia sincretizada con el catolicismo… Tantas veces se produjeron este tipo de hechos que el gobierno colombiano vetó la importación de motos especialmente potentes, obligó a los motoristas a ponerse prendas reflectantes con el número de matrícula impreso en ellas para ser fácilmente reconocibles y prohibió que más de una persona se desplazase sobre el mismo vehículo.
Las razones de la tragedia son, aún hoy, poco claras. Los hay que hablan de la relación entre Flórez y Pablo Escobar. Parece probado que Alfonso participó en algunas de las carreras que el capo organizaba en su velódromo privado. Pero, por otra parte, nunca aparecieron noticias sobre su vínculo con el tráfico, y la anterior referencia es, quizá, demasiado débil por sí misma. Otros, más aviesos, comentan que Alfonso Flórez nunca dejó de ser un mujeriego, aunque pareciera el hombre de familia perfecto. “Era nuestro único motivo de discusión”, dijo sobre eso Martha. Las mismas lenguas apuntan que tuvo un affaire con quien no debía. La novia o la esposa de un narcotraficante. Y que por eso fue condenado. Más osados, rizan la historia hasta el paroxismo. Flórez se acostaba con la mujer de su mejor amigo, que era un pequeño capo de la zona. Este sabía de las infidelidades de su amada, pero no con quién las practicaba (porque para estas cosas siempre hacen falta dos). Sin dudar en ningún momento sentenció a muerte a aquel tipo desconocido. Solo cuando le informaron del trabajo hecho descubrió que el ejecutado no era otro que su parcero Alfonso.
Ese fue, así sucedió, el triste final del hombre que una vez puso a Colombia en el mapa del mundo.

Aquel Dauphiné de 1984 con Martín Ramírez

Martin-Ramirez-Dauphine84-2 Aquel Dauphiné de 1984 con Martín Ramírez Ciclismo en ruta Ciclismo profesional Colombia Marcos Pereda Sin categoría
Foto: revista Mundo Ciclístico

A Martín Ramírez lo llaman el Negro. Por su tez oscura, su pelo azabache, sus ojos como mares sin fondo. Es pequeño, delgado, cara de niño y gesto siempre serio. Es, también, protagonista de una de las más grandes gestas en la historia del deporte colombiano.

Sin discusión.

Un desconocido total y absoluto para el gran público. Un “nadie”, apenas nombre para rellenar lista de dorsales en esa prueba francesa. En la que ni siquiera iba a participar. Porque todo, como sucede siempre en Colombia, tiene aroma a realismo mágico.

Vayamos al Tour, repitamos, este 1984, en el Tour. Vale, lo de 1983 estuvo bien, con Patro destacando y Condorito Corredor enseñando el sillín a Laurent Fignon. Sí, entusiasmaron al público, dejaron huella. Pero para 1984… ahhh, ese año hay que hacer algo más. Ganar un parcial, el sueño de todos, el anhelo de tantos. Así que tranquilidad, buenos alimentos, descanso y preparación milimétrica.

Solo que…

Solo que no todos piensan igual. En Europa. Allí dicen que los escarabajos no pueden presentarse solo a la Grande Boucle. No. Hay que hacer más pruebas, amigos. Mavic, por ejemplo, que es uno de los mayores patrocinadores del ciclismo, el gigante proveedor de ruedas. Los franceses contactan con la Federación Colombiana, e intercambian mensajes. Si ustedes no vienen a la Dauphiné Libéré olvídense de contar con nuestra ayuda en julio. Todo un ultimátum. Y un problema, claro. Ni Herrera ni Parra están por la labor, e incluso Raúl Mesa, director habitual de Colombia en el extranjero, dice que tiene mejores cosas que hacer. Así que la tarea le cae a Marcos Ravelo, quien acude con hombres que podríamos considerar “modestos” en el ciclismo del país. Cinco ciclistas del equipo Leche Gran Vía y otro de Ferretería Reina. Este era Alirio Chizabas, los otros respondían por Francisco Pacho Rodríguez, Reynel Montoya, Pablo Wilches, Armando Aristizábal y Martín Ramírez. Primer hándicap. Todos los conjuntos salen con diez componentes… salvo los colombianos, que lo harán con solo seis.

Y gracias. Porque tampoco tenían maillots. Ni bicicletas. Las segundas se las proporcionó la organización, pero el material era tan precario que Chizabas hubo de abandonar por tendinitis en la rodilla. Una máquina demasiado grande, no había de su talla. Ya ven, historias. Lo de las camisetas fue aún mejor, porque las consiguieron en una tienda de ciclismo que había en Villeurbanne, la localidad pegada a Lyon de donde partía aquella carrera. Cogieron seis iguales, de la marca Castelli, sin ningún tipo de publicidad. Color marrón con una franja roja en pecho y hombros, otra negra a la altura del vientre y el bíceps. Feísimos. Y, sin embargo, hoy aparecen como piezas históricas.

La cosa pintaba a desastre absoluto, porque uno no puede luchar contra los elementos y etcétera, etcétera. Pero nuestro relato, por si aún no se han dado cuenta, se escapa de lo habitual. Siempre. En todo momento. Y aquí dará el salto definitivo…

¿Quieren más problemas? ¿Qué es eso que cae del cielo, eso blanco tan frío? Nadie estaba acostumbrado en aquel equipo a las inclemencias meteorológicas. De hecho fue la primera vez que Martín Ramírez vio nevar. Los colombianos tiemblan, no saben ya con qué abrigarse, se atemorizan ante cada descenso mojado. Situación dantesca. De allí solo podrían salir haciendo el ridículo o dejando historia por contar…

No hay que esperar mucho para que el argumento empiece a desentrañarse. Tercera etapa, final en Saint-Julien-en-Genevois. A unos kilómetros de meta los ciclistas afrontan el mítico Mont-Salève, que corona sobre el Col de Croisette. Allí cimentó Luis Ocaña su Tour de 1973. Allí sufrió Merckx solo un año más tarde. Y sobre sus pendientes (ásperas, inmisericordes, grijilla en las cunetas mientras las praderas alpinas se extienden aquí y allá) Pacho Rodríguez empieza a volar. Arranca cuando apenas han comenzado a subir el puerto, y su ritmo demoledor solo lo aguantan otros tres hombres. Pablo Wilches, Reynel Montoya, Martín Ramírez. Los colombianos no tienen rival cuando la carretera mira al cielo. Al final Pacho conquista la etapa, medio minuto de ventaja sobre el resto de competidores. Primera victoria. Al día siguiente, en Chambery, desarrollo parecido. Pacho y Wilches se escapan en el Mont Revard, nadie puede seguir su estela. Si la victoria es para Michel Laurent será únicamente porque una moto de la organización confunde a los colombianos muy cerca de meta. No hay brazos en alto esa tarde, pero la camiseta amarilla cae sobre las espaldas de Rodríguez. Había que frotarse los ojos para creerlo. Un equipo amateur, uno que ni siquiera tenía maillots, estaba dominando por completo la Dauphiné Libéré.

Y no cesa su ambición. Parcial que acaba en Fontanil, después de cruzar La Chastreuse vía Granier, Cucheron, Coq, Porte y La Charmette. Hinault, enrabietado, ataca desde el primer metro. Pone su ritmo, asciende los puertos con esos desarrollos imposibles que machacan rivales y articulaciones. Uno a uno van cayendo descolgados… Menos ellos. Es inútil, no puede con esos ciclistas oscuros, pequeñitos, que no respetan a nadie, ni siquiera a un bretón malhumorado que pasa por ser leyenda. A poco del final Pacho Rodríguez empieza a rodar sin ningún esfuerzo por las pendientes alpinas. Como si estuviera cuesta abajo, como si saliera de paseo dominical. Otra etapa para él, minuto y medio adicional. La carrera está sentenciada, porque el segundo, Hinault, transita a casi cuatro minutos, y el tercero no es otro que Martín Ramírez, compañero de equipo. A esas alturas todos temen a los chicos del maillot feo.

Esa noche a Pacho le duele la rodilla. O le suenan los bolsillos, vaya, depende de a quién crean ustedes la historia. Sea como fuere el líder abandona al principio de la sexta etapa. No puedo dar pedales, dice. Es el kilómetro 25, tiene ambas piernas vendadas y ya pierde doce minutos. En Colombia no se lo creen y ponen una cruz sobre el nombre de Francisco Rodríguez. Acabará emigrando y haciendo la mayor parte de su carrera en Europa. Pero esa es otra historia…

Carrera acabada, Hinault va a ganar su cuarto Dauphiné Libéré. Claro que nadie se ha dado cuenta que tiene a otro de esos escarabajos chiflados, Martín Ramírez, muy cerca. El bretón se envalentona, quiere demostrar que es el de sus mejores tiempos, manda avisos a diestro y siniestro. Este a Guimard, este a Fignon, el de más allá a Roche. Así que tira como un loco. Pero Bernard no es, aún, el mismo Hinault, y subiendo el último puerto, Col de Rousset, sufre un tremendo desfallecimiento. Ramírez lo adelanta, Ramírez conquista el amarillo que ha dejado vacante su compañero. Los americanos siguen sorprendiendo, epatando.

Pero solo tiene 22 segundos de ventaja. Y queda el último día. Doble jornada. Etapa en línea de apenas 100 kilómetros. Crono de 32, con ascenso y bajada al tendido L’Escrinet. Prácticamente imposible, si se tiene en cuenta que a Martín únicamente le queda Wilches como compañero. Los colombianos salieron con cuatro atletas menos… y ahora son dos. La locura.

En el sector de la mañana el escarabajo vive una de las peores experiencias de su vida deportiva. Vestido con el maillot blanco de mejor escalador, Bernard Hinault se dedica a minar la moral de su adversario. Lo llama negro, puto colombiano, dice que su fuerza viene de la cocaína, que allá todos son unos drogadictos y unos narcotraficantes. Y continúa. Eres un cobarde, una gallina. Suelta las manos del manubrio, pone los brazos como si fueran alas, cloquea ruidosamente. Gallina, gallina. Ramírez no se inmuta, aunque después confiese la decepción que supuso aquello. Admiraba a Hinault… hasta ese día cuando el francés demostró que su orgullo, tantas veces motor de victoria, no le permitía perder una carrera con aquellos amateurs.

De las palabras Hinault pasó a los hechos. Empiezan las maniobras extrañas. Con Martín pegado a su rueda el galo comienza a hacer eses por el camino, pega frenazos bruscos, cambia la dirección de su bicicleta sin avisar. Quiere provocar una caída o, al menos, romper los nervios del escarabajo. Ramírez aguanta, en silencio. No dice nada, no se defiende. Algún compañero de Hinault llega a su vera, empieza a amenazarle, levanta el puño, grita casi en el oído. No tuve miedo, pero sucedió así.

El sector concluye en tablas. Todo queda en manos del reloj.

Y por la tarde, el delirio. Martín Ramírez no solo mantiene los 22 segundos de ventaja sino que añade otros cinco. Ha volado en la subida a L’Escrinet, negociando sobre su preciosa Vitus (cinta azul en el manillar, cuadro rojo y plateado) cada curva, cada cambio de pendiente. Se corona como vencedor. Ha sido, sin duda, el más fuerte. Segundo al final es Hinault; tercero, LeMond. Nada menos.

Hito histórico. Un amateur venciendo en la Dauphiné Libéré ante los mejores del mundo. En un equipo sin maillots, partiendo con cuatro compañeros menos. Impensable. De cuento de hadas.

Allende el Atlántico, la locura. Los periodistas abordan a Ramírez sobre la misma línea de meta. Jadeante, sudoroso. A quién dedicas la victoria. A Colombia y a todos los colombianos. Más tarde le pasan un teléfono. Vea, vea, quieren hablar con usted. Ramírez coge el aparato. La voz que escucha suena metálica a causa de los 8800 kilómetros. Aló. Es el presidente Belisario Betancur, nada menos. Para felicitarlo, para decir lo orgullosos que nos ha hecho sentir a todos. Y Ramírez, tranquilo, inteligente, se desmarca del protocolo. No necesitamos felicitaciones en los éxitos, señor Presidente, sino apoyos en la preparación y la formación. Silencio espeso. El pequeño Negro no se iba a amilanar con los suyos después de vérselas frente a Hinault…

A Martín Ramírez le regaló el Gobierno una casa cuando retornó al país. Una casa, vean ustedes. Pero la vivienda no era tan regalada al final, porque tenía que hacer frente a una mensualidad si quería adquirirla. O, dicho de otra forma, estaba comprando a plazos su obsequio. Qué locura. Un año más tarde vence en el Tour de l’Avenir, y su lengua sigue tan suelta como siempre. De nuevo comunicación con Betancur. De nuevo palabras de agradecimiento, frases huecas. Y Martín Ramírez que se lanza. Oiga, señor presidente, aún no me entregaron la casa, en realidad, la que me prometieron tras la Dauphiné… es que, verá, las cuotas son muy altas. Otro silencio. Al volver a Bogotá ya todo estaba arreglado y el inmueble era suyo.

Por cierto, pudo ganar ese Tour de l’Avenir de 1985 gracias, en parte a Cyrille Guimard, quien le cedió una de sus bicicletas de contrarreloj para que afrontase la etapa decisiva ante el francés Eric Salomon… que corría para La Vie Claire, conjunto enemigo de Guimard. Ramírez defendió su liderato subido en la montura de Thierry Marie.

Pero esa es otra historia…

La leyenda de Efraín Forero, el Zipa Indomable

zipa_el-espectador La leyenda de Efraín Forero, el Zipa Indomable Ciclismo en ruta Ciclismo profesional Colombia Marcos Pereda
Foto: El Espectador

Cuenta la leyenda, que es tanto como decir la historia, que había tertulia en una tienda bogotana de bicicletas (otros dicen que era un bar, el Café Pasaje). Que allí estaban Efraín Forero, Donald Raskin, Guillermo Pignalosa, Mario Remolacho Martínez y Jorge Enrique Buitrago, más conocido como Mirón. Que era 1950, que todo estaba a brotar.

Cuentan, por seguir con el mito, que todos ellos hablaban de su pasión común, que no era otra que el ciclismo. Y que flotaba en el aire una idea loca, irrealizable. Una que, a imitación de lo que venía ocurriendo en Francia o Italia, quería abrazar todo el país en una única carrera. Sí, la Vuelta a Colombia, ¿por qué no? Los hay escépticos ante esa posibilidad. Quizá sí, aunque dentro de unos años. Pero Forero, único de los presentes que es ciclista en activo, lo tiene claro. Se puede hacer, claro que se puede hacer. Buitrago lo mira muy serio. ¿De verdad lo cree? Y Forero, a quien acabarán llamando el Indomable, asiente con fuerza. Silencio de cundinamarqués recio, acostumbrado a mostrar con actos más que a rendir con palabras.

Mirón calla, reflexiona. Si me demuestra que es posible yo me comprometo a buscar apoyo y financiación en el diario El Tiempo. No creo que por ahí haya problema. Pero debe de tenerlo claro.

¿Y cómo podría yo demostrar eso?

Ah, no sé, eso ya es cosa suya.

Y todos siguen hablando, pensando, lanzando suposiciones al humo de los muchos cigarrillos que allí se fuman. La Vuelta a Colombia había empezado a andar.

Pero, ¿de qué manera convencer a ese loco Mirón que se podía hacer, que era factible unir los extremos del país montado en una bicicleta? A Forero se le ocurre una idea. Bueno, lo haré yo mismo, en solitario. Sí, la carretera de Bogotá a Manizales son trescientos kilómetros, seguramente los más duros, los más agrestes que habrían de pisarse en una eventual Vuelta a Colombia. Los que más asustarían a todos. Así que los recorro, para que vean que no hay excusas…

Y se lanzó a hacerlo. Salida en la Estación de La Sabana, plena Avenida Centenario de Bogotá. Detrás, en un coche, iban Raskin, el inglés secretario de la Federación Colombiana de Ciclismo, y Remolacho Martínez, tesorero de la institución. Al principio no hay problemas, y hasta Honda todo transcurre con normalidad. Ese mismo segmento, entre Bogotá y Honda, terminará por ser la etapa inaugural de la primera Vuelta a Colombia en Bicicleta. Pero a partir de ahí todo cambia.

No, con ese auto no llegan a Manizales, les dicen todos. Ruedas demasiado finas, motor demasiado escaso. Mientras tanto el ciclista pedalea, sin desfallecer, sin perder aliento. A los seguidores les prestan una camioneta del Ministerio de Obras Públicas, un auténtico gigante preparado para atravesar ríos de fango y tormentas de hielo. Y les ponen, además, chofer. Conducir por allá no es fácil, cuentan, muchos se asustan.

Forero sigue. Sin cochero, sin cubiertas gruesas, sin motor.

A la altura de Padua, corregimiento del municipio de Herveo, cuando faltan casi ochenta kilómetros para llegar a Manizales, el conductor se planta. Yo por ahí no paso, están ustedes locos, todos locos. Chiflados sin remedio, son suicidas, y a mí me gusta vivir. No hay manera de hacer que cambie de opinión. Así que Efraín Forero interviene. Vayan ustedes a su ritmo, paren las veces necesarias, den los rodeos que sea menester. Yo los espero en Manizales. Y continúa, poco a poco. Está ascendiendo el Páramo de Letras, el puerto ciclista más alto de Colombia, nada menos que 3677 metros sobre el nivel del mar para unos alucinantes ochenta kilómetros de subida. Es un infierno, uno rodeado por cafetales, jungla, nubes. Por el mismo cielo. Sigue, sigue, siempre sereno. Indomable, claro. Con el aire que se va haciendo más y más fino, imperceptible, desasosegante. Lo llaman “soroche” o “puna”. El mal de altura, el que provoca ahogos, deshidratación, dificultades para respirar. Puedes llegar a ver visiones, a encontrar fantasmas retorciéndose por entre las crestas de la montaña. Quizá los atisbó Forero, su porvenir, sus gestas, sus enemigos y malandanzas. Todos juntos, burlándose de él. Quizá los vio, pero nunca lo dijo. Jamás. Él era el Zipa. No podía permitírselo.

Al final todos llegaron a la capital de Caldas. Efraín lo había hecho, montado sobre su bicicleta, dos horas antes. El hombre venció a la máquina y, sobre todo, demostró que sí, que era posible.

La Vuelta a Colombia iba a nacer.

Pero, ¿quién era ese Efraín Forero que iba a ser tan determinante en la génesis de la Vuelta a Colombia? Pues Efraín Forero Triviño (1930-2022) es, en pocas palabras, una leyenda. La del Indomable Zipa.

Zipaquirá es una ciudad pequeña y fría, rodeada de maizales y mayos, que allí llaman sietecueros, donde el viento se pierde y susurra caricias para quien sabe oír. Un sitio de gran riqueza desde antaño, fundamentalmente por la cercanía de fértiles salinas que proporcionaban a sus habitantes valiosa sal (aún existían en la época una docena de hornos) con la que comerciar y ofrecer a modo de trueque para sus negocios. Es, también, una de las poblaciones más antiguas que hay en Colombia, una que fue conocida como Chicaquicha antes de la conquista por parte de los castellanos. Aquel nombre significaba “Al pie de la cumbre”. La cumbre era la de un cerro que preside el horizonte, y que llaman Cerro del Zipa.

Pero el Zipa no es solo una montaña. Tampoco el apodo de un ciclista. Al menos no únicamente. No, un zipa era el gobernador supremo del Zipazgo durante el imperio muisca. Estos muiscas, o chibchas, fueron un pueblo indígena que venía habitando el altiplano cundiboyacense desde al menos el siglo VI, y constituían entidad autónoma de gran importancia en el corazón de lo que hoy es Colombia. Eran polígamos, dejaron enormes ídolos con forma fálica repartidos aquí y allá, practicaban economía fundamentalmente agraria y tenían inmensas riquezas en oro, tantas que llegó a ser el material más utilizado en la artesanía del metal. También poseían un idioma propio, el muysccubun, con guarismos únicos, pronunciaciones particulares y huellas en ciertos topónimos colombianos. Tenían árboles y plantas sagradas y espacios telúricos de respeto y lagunas donde realizaban ofrendas a sus divinidades. Una de ellas, la laguna de Guatavita, parece estar en el origen del mito (o no) de El Dorado.

Este territorio, inmenso, se dividía en espacios más fácilmente gobernables: el Zipazgo y el Zacazgo. El Zipazgo cubría algunos lugares que serán familiares para nuestro relato. Zipaquirá, Fusagasugá, Pasca, Ubaté, Cucunubá. Al frente de todo este entramado se situaba el zipa, un gobernador establecido en Funza, descendiente directo de la diosa Chía (divinidad que representa a la luna) y con autoridad en todos los ámbitos sobre las tierras del Zipazgo. Era jefe militar y administrativo, protagonista del poder Ejecutivo y del Judicial, sumo sacerdote, encargado de las ceremonias más importantes. La dignidad de zipa se adquiría por la llamada ceremonia de El Dorado, que se llevaba a cabo en la laguna de Guatavita. El aspirante era desnudado y untado primero con aceites aromáticos y luego con oro en polvo, de tal forma que su imagen fuese totalmente áurea. Luego iba en una balsa cargada de joyas y representaciones de los dioses hasta el centro de la laguna. Una vez allí, se sumergía en el agua por completo, dejando que su brillo dorado se expandiera, lentamente, a modo de ofrenda. La imagen debía de ser mágica, con ondas de estrellas áureas extendiéndose en círculos concéntricos hasta donde alcanza la vista mientras se tocaba música, se bailaba, se quemaban sahumerios. Momento trascendente, uno de esos en los que el hombre roza, al menos con la punta de los dedos, su unión con la divinidad.

Y es por eso por lo que a Efraín Forero Triviño le llamaban el Zipa Forero. Por su origen. Por su espíritu de dominación.

Lo de Indomable es otra cosa, y la contaba él mismo. Sucedió en la tercera Vuelta a Colombia. Forero vence en la primera etapa y en la segunda vuelve a conseguir ventaja frente a sus rivales, que ya están a más de 22 minutos en la general. Pero al siguiente día, camino de Manizales, Efrain choca contra un camión y se lesiona la mano izquierda de gravedad, con varios huesos rotos. Qué más da, era diferente. Sigue compitiendo en las doce jornadas restantes, continúa en una carrera que incluye ascensos hasta las mismas nubes. Termina cuarto en la general, entre dolores propios y reconocimientos ajenos. Allí es donde le ponen el apodo de Indomable, dirá más tarde.

Y así queda Efraín Forero Triviño. Como el Indomable Zipa.

En realidad, el adjetivo le cuadra ya desde joven, cuando hacía respetar sus ideas liberales en un ambiente hostil. A golpetazos, a gritos y amenazas, las más de las veces. En Zipaquirá vivía un tal Chepín Franco, matón fascista que cada martes iba a la plaza del mercado y, acompañado por cuatro o cinco, pegaba palizas a los campesinos que iban a vender sus bagatelas. Este Chepín fue la causa de que Forero no fuera reclutado por el Ejército Nacional. Un día vendré aquí vestido de uniforme y me desquitaré de un hijo de puta que me las debe, le dijo. Y Franco movió todos sus hilos para que jamás prestase servicio… Más tarde, en 1954, Efraín compite en México, y allá compra un revólver calibre 22. Cuando ambos, Chepín y el Indomable, coincidían en un bar, Zipa jugaba con las balas encima de la mesa. Era para “mamarle gallo”, decía, años después.

Quien fuera ídolo de todo un pueblo nace en 1931, en Zipaquirá, y pronto se traslada con su familia (el padre era farmacéutico) hasta Bogotá. Salió Efraín, tercero de nueve hermanos, poco amigo de libros y clases. Para disgusto de su papá, por cierto, que era lector empedernido e intentó transmitirle al pequeño su amor por la literatura. Pero nada, no hubo manera, prefería la patineta, el triciclo. Así que Argemiro Forero busca que Efraín tenga en común con él al menos su segunda gran pasión: la bicicleta. (Nunca tendrá buena relación Efraín con el padre: “Era malgeniado, y cuando tomaba sus cervezas a veces maltrataba a mi mamá. Yo estaba siempre con ella, para protegerla. Una vez le quité el cinturón mientras estaba en plena paliza, le grité, llegué a amenazarlo. Jamás me volvió a mirar igual”). Aunque es rebelde el chico: no le gusta la cicla, se niega a subir sobre ese monstruo mágico y tenebroso que lo mismo te lleva de un sitio a otro a gran velocidad que lanza tu cuerpo al suelo con violencia. Solo caerá rendido a sus encantos por obligación, cuando se haga cartero y vea que la bici es el medio más cómodo para desempeñar su trabajo. El que hace, por cierto, a regañadientes, pues sus sueños están en otro sitio: el coso. Efraín Forero Triviño anhela ser matador de toros, y entrena cada noche, luna llena lorquiana de escapadas prohibidas y fugaces, para conseguirlo. Hasta que un cebú, más avispado que los demás, se cansó de que aquel rapaz pequeño y moreno estuviera allí molestándole en mitad de su descanso, y le dio una mala voltereta. Fue solo advertencia, pero el futuro corredor se la tomó muy en serio.

Porque Forero iba a ser ciclista. Andaba bien sobre los pedales, todos se daban cuenta, y cada vez le gustaba más. Acudía con regularidad a competencias en velódromo, su nombre empezaba a sonar en bocas ajenas. La primera vez fue en 1948, cuando se programó una carrera en Zipaquirá para recordar a sus mártires. Un año más tarde Forero, a quien algunos llaman ya el Zipa, se impone en La Doble a Chía, prueba que salía de Bogotá, llegaba hasta Chía y volvía a la capital, en total algo más de medio centenar de kilómetros. Muchos participantes se burlaban de él por su pobre equipamiento. “El novato de la bicicleta inmunda”, lo llamaban. Y Forero, orgulloso, se picó. Les gano, porque les gano, se dice a cada pedalada. Y, claro, les ganó. Era, sí, una pequeña celebridad.

Y, al fin, llegó la oportunidad de demostrarlo allende las fronteras. Fue en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 1950, celebrados en Guatemala, cuando consiguió la primera medalla áurea del concierto internacional para el ciclismo de Colombia. Allí conquistó el título de persecución por equipos sobre 4000 metros, al imponerse su equipo en la final a Cuba. También había logrado la Bogotá-Cali, más de 450 kilómetros que los pedalistas completarían en un día de esfuerzo ininterrumpido atravesando, entre otros, el imponente, monstruoso, paso de La Línea. Más tarde será igualmente campeón de ciclismo en ruta durante los Juegos Bolivarianos de 1951.

El Zipa se iba convirtiendo en ídolo de la afición. Fue la suya figura fundamental en la génesis de la gran Vuelta a Colombia, de él la primera victoria. Era taciturno, tranquilo, algo tímido, con sonrisas fugaces que asomaban a su rostro entre mares difíciles de ceños y labios en cera. Siempre correcto, siempre educado, nunca una palabra más alta. Aunque no se callase, aunque dijese cuanto tenía que decir. Un icono, prácticamente un mártir.

Estatua perfecta a la que adorar.

Fundamental porque el público aprecia a quienes ganan, pero ama con locura a los que saben perder. Perder con estilo, con su punto de dramatismo. Perder, aunque a veces parezca que lo más sencillo es acabar venciendo. Saber perder es un arte, quizá la lid más complicada en el deporte, y el Zipa acabó manejándola con singular destreza. Por las desgracias, por mostrarse siempre en inferioridad numérica frente a los de Antioquia, por estar, en ocasiones, peleado con sus propios compañeros de equipo departamental. Por su carácter, su mirar, sus manos grandes sobre la goma de los frenos. No hubo quien perdiera como Forero, y por eso se le quiere tanto. Aunque en la primera Vuelta, igual por error, tuviera el mal gusto de alzarse con la victoria. Nadie es perfecto.

Diez veces corrió el Zipa la Vuelta a Colombia, y jamás volvió a alzarse con la camisola de líder definitivo. Eso sí, sus aventuras darían para llenar un libro. En una ocasión se le rompió el manubrio y cayó salvajemente, aún con este en la mano. Abandonó entre los sollozos ahogados de su madre, que siempre lo acompañaba a las carreras, sufriendo desde el coche las penalidades de su pequeño. Efraín, asustado, solo quebraba su mutismo para pedir, por favor, un poco de agua con azúcar. Cuentan también que un día los propios corredores de Cundinamarca actuaron en su contra, privándole de la victoria tras el abandono de los paisas. A veces la mala suerte en forma de pinchazos y averías llamó a su puerta. Otras los rivales surgían de forma inesperada, auténticos escuadrones de antioqueños que apenas dejaban migajas para quien corría, casi siempre, en la soledad más absoluta. Qué importa, el público lo amaba, y esa es la eternidad más difícil de conquistar.

La del corazón de la gente.

La que vivió Efraín Forero Triviño, alias el Zipa Indomable.

Al volver a Zipaquirá el mismo día en que concluyó su exitosa primera Vuelta a Colombia, el Zipa Forero se encontró con un recibimiento fastuoso. Entró escoltado nada menos que por una escuadrilla de aviones, mientras arribaba a la plaza mayor de la ciudad, llamada “de Los Comuneros”, entre los sones, entonados por miles de gargantas, del himno nacional. Y allí sí el Zipa, el hombre que todo lo puede, el Indomable, lloró.

Giovanni Jiménez, el pionero de antes de los pioneros

14439545773538jimenez78 Giovanni Jiménez, el pionero de antes de los pioneros Ciclismo en ruta Ciclismo profesional Colombia Marcos Pereda
Foto: © Philippe HUGUENIN 1978

Giovanni Jiménez Ocampo nació en Medellín en 1942. El padre era de Fredonia; la madre, de Sonsón. La casa que compartían estaba entre las iglesias de San Ignacio y San José. Un buen barrio, con arbolado, con servicios. Muy, muy cerca del comienzo de Las Palmas, subida mítica para cualquier medellinense. Pronto mostrará el muchacho interés por la bicicleta. Tiempos de la visita de Coppi, de ver a Koblet exhausto reptando por el Alto de Minas. Las primeras vueltas a Colombia. Ramón Hoyos y el Zipa Forero. Pioneros. Tan hermosos. Él también lo será. Cuando ponga fin a sus pedaladas habrá sido profesional durante doce temporadas en algunos de los mejores equipos de Europa, marcando hitos fundacionales para el ciclismo en Colombia.

Viviendo, también, demasiado olvidado por los suyos.

Tan lejos, tan solo.

Que Giovanni Jiménez abandonase Colombia en un buque, el Fort Carillon, que partía del puerto de Santa Marta es otra de las ironías, de los símbolos poderosos, que nos va regalando nuestro relato. La ciudad más antigua del país, aquella donde exhaló su último suspiro el Libertador Simón Bolívar. Encajada entre el Caribe y las montañas, mirando al océano. De ahí salió en 1962 un mercante que llevaba bananas y, también, unos cuantos pasajeros. Entre ellos un joven paisa de apenas veinte años. Sacó una silla a cubierta y se sentó, durante un rato, a ver la costa. Un país que se aleja, lentamente. Cuando el último cachito de tierra colombiana se perdió más allá de la línea del horizonte Giovanni se levantó y tomó aire.

Estaba solo. Solo con sus sueños.

El plan ya no le parecía tan eficaz, las posibilidades no resultaban tan grandes allí, en alta mar, entre mareos y el inmenso azul. Había dominado a todos en su Medellín natal, se había convertido en un as de la pista siendo todavía adolescente. El invencible, el que todo lo puede. También domeñar al miedo. Potencia en el llano, en los embalajes, capacidad para rodar durante mucho tiempo perfectamente acoplado a la máquina. Fue campeón nacional del kilómetro. Tú podrías hacer carrera en Europa, Giovanni, le decía Joachim Kautezky. Y sonreía.

Kautezky era un ingeniero alemán que estaba en Medellín al servicio de la empresa Siemens, donde Jiménez trabajaba como vendedor. Un loco del ciclismo, un aficionado de raza, que recordaba carreras vistas en el Viejo Continente y que tan poco se parecían a las colombianas. Allí, Giovanni, hay pruebas durísimas, en la primavera, pruebas llenas de barro, casi completamente llanas, donde los hombres demuestran toda su valía. Las llaman clásicas, Giovanni, y tú estás perfectamente adaptado a ellas. Si fueses… si fueses a Europa podrías llegar a ser un gran campeón, amigo… imagínate, el primer colombiano profesional del ciclismo.
Eso pensaba Giovanni Jiménez en el Fort Carillon. Muchos días, demasiados. Tantas vueltas a la cabeza. Arrepentimiento. Terror. Pero, sobre todo, un cierto aroma de aventura. Seré pionero. No era Giovanni de los que se dejan amedrentar. O, al menos, no iba a reconocerlo.

El desembarco se produce en Hamburgo, legendario puerto de la Hansa. Es verano, pero las noches resultan frescas para Jiménez. Cada día un poco más. Cuando en unos meses el invierno empiece a enseñar los dientes con toda su crudeza el frío atenazará sus desvelos.

Porque allá, al principio, Giovanni apenas duerme. Nunca pensó que fuera fácil la hazaña que perseguía, pero aquello superaba todo lo esperable. En primer lugar no podía correr, porque su licencia colombiana no tenía validez en Europa, así que las únicas carreras en las que tomaba parte eran competiciones “golfas”, no oficiales. En carretera, de esas no las había en los velódromos que eran su especialidad. Llegaba derrengado, claro, su cuerpo insistía en pedir alimento a diario, y la comida se compra con dinero, el dinero nada más que viene con trabajo, y el trabajo que encontró Jiménez en Alemania fue uno durísimo, en una empresa metalúrgica. Cables submarinos salían de sus manos, cada vez más grandes y encallecidas. Jornadas casi de sol a sol. Sin tiempo apenas para entrenar. Y más contratiempos.

El idioma, claro, aunque ese era esperable. Afortunadamente Jiménez es listo, aprende rápido, tras solo unas pocas semanas puede hacerse entender en alemán. Con los años sumaría a esa lengua el francés y el flamenco. Toda una torre de Babel por su enjuto cuerpo de pedalista.

Y la propia geografía. Quizá Hamburgo no era el mejor lugar para empezar una aventura ciclista. Poca tradición, pocos clubes, muchos meses de nieve y temperaturas gélidas que impedían competir con la bici. Así que Jiménez viajó a Múnich. Más tarde a Colonia, porque le habían dicho que aquella ciudad era el centro de la bicicleta en la República Federal Alemana. Allí Giovanni necesita un equipo con el que correr, pero no tiene ninguna referencia. Así que acude al velódromo, busca entre los carteles publicitarios alguna tienda de bicis. Apunta la dirección, se presenta allá, dice al dueño, idioma titubeante y chapurreado, que quiere competir. Casualmente aquel buen hombre patrocina un club de Colonia. Todo está empezando cuando nada aún ha empezado.

Jiménez se sube a la bicicleta. Es amateur, y participa en carreras de pueblo, kermeses locas que consisten en dar vueltas y vueltas a un circuito muy pequeño. Algo parecido al velódromo, vaya, piensa nuestro cafetero. Y se anima. Porque en el velódromo él es una rueda a seguir. Así que empieza a ganar. Una, dos, tres veces. En pocas semanas amasa muchas victorias, todas ellas por delante de los mejores alemanes de su edad. Destaca, destaca mucho. En los círculos de entendidos todos empiezan a hablar del colombiano ciclista.

Pero Jiménez no está satisfecho. Mira a su alrededor y no ve una estructura profesional. Él cruzó el Atlántico para correr contra los mejores ciclistas del mundo, para participar en las grandes pruebas. No lo hizo para imponerse a jóvenes en Colonia, no, desde luego, para ganar sin problemas competiciones de pueblo. Quería más. Y sabía cómo conseguirlo.

Durante sus carreras germanas Jiménez había conocido a un militar belga llamado Emile van Ruymbeke que no paraba de hablarle de su país. Deberías verlo. La organización, los equipos, los campeones. El pavé, la lluvia, el viento. Las clásicas… ahhh, las clásicas. Es otra cosa. El centro del universo ciclista. Y Jiménez soñaba. Qué más daban otros cientos de kilómetros, después de los miles recorridos. Habla con Emile y este se muestra encantado. Si vas a Bélgica yo te dejaré mi casa para que te alojes en ella. Ahora está vacía, así que mejor que alguien la use. Ya verás, es un sitio precioso, un pequeño pueblo muy cerca de Bruselas. Ruisbroek, se llama Ruisbroek. Allí podrás hacerte profesional…

Era el año 1968 y Giovanni Jiménez iba a conocer el mejor ciclismo del mundo.

La llegada fue estrepitosa. Debutó como amateur a finales de ese invierno en las filas del Ruisbroek Sportief Cycling. El presidente de ese club, Camille Berghmans, fue pilar principal de Jiménez durante su aventura belga. Le cuidó, le mimó, le enseñó todo lo que necesitaba saber sobre ese ciclismo tan diferente al suyo. Y, cosas de la vida, le presentó un buen día a su hija, Yolande, una joven que muy pronto encandiló a Giovanni con sus ojos, su sonrisa, el sonido particular que tomaban las palabras en aquel idioma que huele a lluvia, a petricor. Juntaron sus manos uno de aquellos primeros días y nunca más quisieron separarlas.


La fortuna de Giovanni iba, pues, en ascenso, y para la primavera ya había conseguido seis victorias, una detrás de otra. Su nombre, mal pronunciado, empezaba a correr de boca en boca entre los flamencos. A veces, incluso, con pequeños murmullos de admiración. El chico este, el de fuera. El que no se rinde. El mejor ejemplo sucedió el 11 de mayo, en una carrera para aficionados que se disputaba en Mouscron. Faltan unos kilómetros para completar los 105 que tendrá la competición, y dos ciclistas se destacan sobre el resto. Uno es moreno, piernas fuertes, mirar taciturno. Se llama Giovanni Jiménez. El otro es ya un ídolo en Flandes, un hijo de Nevele cuyo apellido resulta sinónimo de ciclismo. Planckaert, nada menos. Walter, la gran esperanza de la familia. Ambos ruedan con fuerza, pero el colombiano aprieta más, con todo su ímpetu, mientras el belga se escabulle de algunos relevos. Un par de veces, a la salida de las curvas, en la subida a los puentes, Jiménez está a punto de marcharse solo, pero Planckaert se come el asfalto para seguirlo. Y entonces le habla, farfullando palabras en mil lenguas para hacerse entender. Vas mejor que yo, colombiano, dice, déjame acompañarte hasta la meta, firmo el segundo puesto, no te esprintaré. Un trato perfecto. Giovanni aprieta los dientes, pisotea los pedales con más furia. Walter apenas puede quitarle el viento por cien metros. Que, curiosamente, son los últimos. Ha faltado a su palabra, ha esprintado cara a meta, ha ganado la prueba. Jiménez está furioso, tanto que tira sobre Planckaert un termo completo de café. Por no pegarle dos trompadas, suponemos. La casualidad hizo que todos los periodistas vieran ese gesto. “La furia colombiana”, titulará al día siguiente un periódico flamenco su crónica. Giovanni Jiménez no se iba a dejar amedrentar por nada ni por nadie.

(No le fue mal después a Walter Planckaert en el profesionalismo. Ganó la Amstel, Harelbeke, Tour de Flandes, etapas en el Tour. Una vida bien aprovechada).

Tan grande resultó el impacto del antioqueño en Bélgica que para el verano de ese 1968 Giovanni Jiménez firma su primer contrato como profesional. Maillot amarillo con mangas blancas. Y dos palabras sobre el pecho.

Mann-Grundig.

Giovanni Jiménez había caído en uno de los mejores equipos del mundo. Allí corría Herman van Springel. El mismo que ganó Het Volk y Giro de Lombardía aquella temporada. El que quedó segundo (corriendo para la selección belga) en el Tour de Francia. Por un suspiro, apenas 38 segundos. La más dura derrota.

El soñado debut se produce un 31 de julio, año 1968. Malle, cerca de Amberes. Aquel día un colombiano corría una prueba profesional de ciclismo. La primera vez. No lo hizo mal, quedó octavo. Si Efraín Forero será para siempre el pionero en la Vuelta a Colombia, es justo que a Giovanni Jiménez se le reconozca igual mérito en el profesionalismo europeo.

De ahí en adelante, éxitos e hitos para siempre. También, claro, algunas victorias y, en general, un desempeño serio y constante, apreciado por directores y compañeros. Otro año en Mann-Grundig. Luego el Goldor-Fryns, el Alsaver-Jeunet-De Gribaldy (patrocinado por el mítico vizconde, dirigido por el inigualable Driessens), el Splendor. Colores, colores, también relatos. E incluso un tiempo, exitoso, en el BIC. La temporada 1971. Compañero del Ocaña que reventó el Tour, el mismo que después se partió el alma en el col de Menté intentando seguir a Eddy Merckx. Un año fructífero para Jiménez, que pudo conseguir dos victorias, las dos primeras dentro del pelotón de los mejores. En Amberes, en Kruibeke. Ambas ciudades de Bélgica, de aquel Flandes que amaba y al que estaba cada vez más adaptado. El primer colombiano en Europa rodaba con fuerza por los adoquines, no tenía miedo a las duras subidas que allí llaman bergs, sabía colocarse cuando hacía viento, cuando amenazaban los temibles abanicos. El primero fue, en algunas cosas, el único. O, al menos, el más extraño.

A partir de entonces el nombre de Jiménez aparece asiduamente en las clasificaciones de las más grandes carreras. Siempre será “el primer colombiano en acabar…”. Pongan ustedes el resto (salvo el Giro y el Tour, que le corresponden a Cochise).

Y toma parte también, claro, en el Campeonato del Mundo, al cual acudía como único representante cafetero, en la más absoluta soledad. Hasta le costaba que le enviasen un maillot de lana, blanco y con la bandera en el pecho, para poder correr aquellas pruebas. Pero lo hizo. Como Forero un par de décadas antes. Solo que Jiménez competía, ya, con los profesionales. Lo hizo por vez primera en 1971, en una carrera que se disputó en Mendrisio. Suiza, muy cerca de la frontera italiana. Un total de 93 corredores tomaron la salida, pero solo 57 lograron superar los 269 kilómetros que tenía la prueba. Ganó Eddy Merckx, como pasaba (casi) siempre. Jiménez llegó en 33º lugar, a ocho minutos y seis segundos del belga. No era poco premio para alguien que no tenía compañeros, ni director, ni masajista, ni apoyo alguno. Repetiría en 1976, la edición disputada en Ostuni. El puesto sería un poco peor (43º, justo por delante de Lucien van Impe) pero en esta ocasión apenas 27 segundos lo separaron del vencedor, un Freddy Maertens que parecía querer comerse el mundo. Todos los mundos.

Giovanni cuenta que disputó otros cinco mundiales, pero que no los pudo terminar. “Competir cada año con la camiseta tricolor de Colombia era sagrado para mí, una especie de peregrinaje especial, un honor imposible de estimar, aunque allá, en América, nadie supiera que lo estaba haciendo”.

Jiménez fue también el primer colombiano en correr y terminar la Amstel Gold Race (1971, hizo 41º), Gent-Wevelgem (1972, 90º), Het Volk (1972, 68º) o el Tour de Flandes (1973, 32º). También tomó la salida en el Infierno del Norte, la París-Roubaix, pero en este caso no fue capaz de llegar hasta el velódromo que hay en la ciudad de las hilaturas…

Y la Vuelta, cómo no.

La Vuelta a España.

Nada menos.

La que después daría gloria a los escarabajos. La de Herrera o Nairo.

Él fue, claro, el primero.

Él.

Giovanni Jiménez.

En 1974. Giovanni corría en un modesto equipo francés llamado Magiglace-Juaneda. Una marca de sirope de chocolate y otra de bicicletas. Maillot azul con mangas amarillas, como el que llevaba el mítico Kas en el Tour de Francia. Solo que el Magiglace no era el Kas, sino un invento mucho más modesto que solo duró una temporada. Les dio tiempo a correr la Vuelta a España, a ganar una etapa allí (de la mano de Martín Martínez, burgalés que se nacionalizó galo una década antes). Y allí acudió el primer colombiano en correr la Vuelta a España.

Carrera de infortunio, sí, para Jiménez.

El histórico debut tuvo lugar el 23 de abril de 1974. Fue en Almería, en una contrarreloj de 4200 metros. El ganador fue Swerts, y Jiménez fue el 78º mejor tiempo, perdiendo 41 segundos. Solo otros diez corredores lo hicieron peor que él. Las perspectivas no eran las mejores… y la cosa aún iba a empeorar. Al día siguiente, etapa llana, sprint victorioso para Peelman, con Jiménez entrando en el pelotón, y ascendiendo hasta la 70º plaza de la general. Eso sí, su presencia no pasaba desapercibida para los periodistas, que encontraban en su procedencia, en su suave acento colombiano lleno de giros y palabras belgas, material jugoso para anécdotas. No es descabellado decir que, pese a su modesto desempeño deportivo, Jiménez fue en esos primeros días uno de los rostros más populares de la carrera. Le llamaban el Internacional, porque nació en Medellín (Manizales, apuntan erróneamente muchos periódicos españoles de la época), tenía nombre italiano, vivía en Bélgica, corría para un equipo francés y disputaba la Vuelta a España. Casi nada.

En Granada, meta de la tercera etapa, Jiménez sigue con su particular calvario, y vuelve a perder otro cuarto de hora. Baja cuatro puestos, pero aún conserva otros once ciclistas por debajo de él en la clasificación. O tempora, o mores. Fuengirola y Sevilla son dos estaciones de paso para Giovanni, que va penando como puede, siempre de los últimos. Jamás ha corrido tantos días seguidos, con un tiempo tan cambiante (calor un día, lluvia y frío otro), con ese nivel de exigencia. Camino de Córdoba… más penurias. Ya está a media hora del primero en la general (Perurena), y tiene por detrás de él nada más que a Fernandes, Collinet y Guyot. Justo precediendo a Jiménez está Charles Genthon. Hay tres hombres del Magiglace-Juaneda entre los cinco últimos…

El calvario de Jiménez termina en la novena etapa, la que lleva a los ciclistas desde Madrid hasta el complejo hotelero de Los Ángeles de San Rafael. La primera de gran montaña, que atravesaba Morcuera, Cotos y El León. Ya ven, una muestra más de que Giovanni nunca fue un colombiano al uso. Aquel día José Manuel Fuente empezaba a ganar su segunda Vuelta a España gracias a una fastuosa exhibición, y el de Medellín se veía forzado al abandono. No por estar exhausto, que también, sino a causa de una avería mecánica. El cable de su cambio se partió en dos y el inexperto mecánico del Magiglace-Juaneda no fue capaz de arreglar el estropicio a tiempo. Terminaba así la gran aventura de Jiménez por España. El día anterior, al término de la octava etapa, marchaba en el puesto 74º, a 45 minutos del líder…

Aún volverá Giovanni Jiménez a disputar otra Vuelta a España. Será en 1978, cuando lo haga encuadrado en el equipo belga Old Lord’s-Splendor. Maillot blanco con ribetes rojo y azul, y una plantilla potentísima donde destacaban hombres como Swerts, Ferdinand Bracke o el exótico australiano Donald Allan. Tampoco ese año le fue bien. Ya desde el segundo día el malísimo tiempo asturiano (lluvia, viento, frío) se le metió en el pecho a los corredores. A Bracke le obligó a bajarse de la bicicleta y abandonar. Su compañero colombiano cayó hasta lo más bajo de la clasificación general, tosiendo, y sin apenas poder respirar. Bronquitis, dolor lacerante. Veinticuatro horas más tarde no pudo tomar la salida.

Así fue el final de aquel principio…

Aquella primera Grande para Colombia: Lucho Herrera y la Vuelta de 1987

foto-lucho.-Efe Aquella primera Grande para Colombia: Lucho Herrera y la Vuelta de 1987 Ciclismo profesional Colombia Marcos Pereda Vuelta a España
Foto EFE

Durante muchos siglos Benidorm fue un pequeño pueblo situado a orillas del Mediterráneo. En un breve periodo, pleno siglo XIX, se intentó hacer allí una explotación a gran escala de vino, pero la mayoría de vides fueron arrasadas por la filoxera, así que sus habitantes volvieron la vista a ese mar que les acompaña desde que nacieron. Vivir de lo que cae en las redes, pendientes de las tempestades, temiendo los meses oscuros.

Todo eso terminó en 1955. Entonces el alcalde franquista Pedro Zaragoza Orts hace público un documento que empieza de la siguiente manera: “Tratamos con estas páginas de dar a conocer cuánta realidad lograda y cuántas posibilidades futuras guarda nuestro Benidorm”. Él había visto el negocio. Allí hace buen tiempo, hay playas, hay calas, hay un agua templadita que hará las delicias del turista. Hombre de recursos, poco acostumbrado a que le llevasen la contraria, se puso en contacto con Francisco Muñoz, un prestigioso arquitecto de la zona. “Hazme un boceto de cómo será mi ciudad”. Y el otro marcó cuatro o cinco diagonales, casi al tuntún. Se aprueba el Plan General de Ordenación Urbana. Ya a principios de los sesenta llega el gran cambio, cuando permiten construir cuantas alturas se deseen, siempre que entre los edificios queden catorce metros de distancia. Está naciendo la ciudad vertical, la que actualmente tiene mas piscinas privadas que cualquier otro lugar de Europa y el mayor número de rascacielos residenciales del continente, con más de trescientos. Tomando la proporción con base en sus habitantes, el skyline de Benidorm es más denso que el de Manhattan…

El 23 de abril de 1987 Lucho Herrera está en Benidorm. Compitiendo. Una crono, concretamente, 6600 metros. Solo que el colombiano aparece relajado, casi como si aquello no fuera con él. Para el reloj en nueve minutos y doce segundos. El ganador, Jean Luc Vandenbroucke, hace sesenta y tres segundos menos. Herrera está en torno al puesto cien, pierde un minuto con tipos como Sean Kelly, y apenas se ha disputado una distancia que bien hubiera podido recorrer caminando. Debería ser desastroso, toda una decepción.

Y sin embargo…

Sin embargo Lucho acude pleno de tranquilidad a la Vuelta a España. El Tour de Francia, solo el Tour de Francia, eso es lo que me importa, eso vengo a preparar. Arropado por su fiel Café de Colombia (allí no está Parra, a quien los directores reservan para la Vuelta a Suiza), el aspecto de Herrera es despreocupado. Una victoria parcial, sí. La montaña, claro. A ver qué tal los cafeteros. Y los otros, los del Ryalcao Postobón. Todo eso. Pero para mí… Tour y nada más que Tour.

En realidad la Vuelta a España se adapta poco a las condiciones de Lucho, por lo que sus dudas están fundadas. Tres cronos en las que perderá un mundo. Y la montaña… bueno, la montaña es suave. Los Lagos de Covadonga parece un puerto de enjundia, sí, y se sube El Escudo también, una pared histórica. Pero el resto son altos de más o menos longitud, pero muy tendidos. Perfectos para que los grandes rodadores salven el tipo frente a un ataque del escarabajo. Tipos como Dietzen, como Fignon.

Como Sean Kelly.

El irlandés está haciendo una de sus temporadas increíbles, una de esas que asombrarían en otro pero que para él son casi rutina. Niza, Critérium International, País Vasco. Llega mejor que nunca a la Vuelta. Puede ser su gran oportunidad para imponerse en una prueba de tres semanas.

Lucho sigue a lo suyo. Entrenamiento con dorsal. A veces le caen segundos aquí y allá pero, por lo general, entra en el pelotón sin mayores problemas. Y entonces la carrera llega a Andorra. Donde Pacho Rodríguez dio un recital dos años antes.

Y Herrera despierta.

Al principio es tímido. La etapa acaba en Grau Roig. Puerto de Envalira, el más alto de los Pirineos. Donde Anquetil se sintió morir en 1964. Atacado por todos, denostado en la prensa. El gran campeón quiso dejar un último instante. Y ganó el Tour. Pero esa… esa es otra historia.

Allí, subiendo Envalira, cuando el parcial ya está decidido en favor del escapado Ibáñez Loyo, ataca Vicente Belda, escalador pequeñito del Kelme, veterano curtido en mil batallas. Y a su rueda sale Lucho, que asoma por primera vez. Consiguen renta escasa, apenas veinte segundos sobre los siguientes. No importa. Es un golpe de confianza. Octavo de la general. Y a Grau Roig han llegado cinco colombianos entre los diez primeros, cuatro de ellos del Café de Colombia. Tiene fuerzas, y tiene equipo.

Al día siguiente… otro picotazo. En Cerler, cima que acabará siendo familiar para los escarabajos. Segundo, detrás de Cubino. De nuevo Belda llega con él, pero el resto pierde más de medio minuto. Kelly, por ejemplo, casi dos. Cuatro cafeteros en el top ten de la etapa. Y Herrera cuarto de la general. A 49 segundos del líder, que ahora es Raimund Dietzen, un alemán de rubia alopecia que corre para el equipo cántabro Teka.

¿Y si…?

Pero Herrera sigue con su mantra. El Tour. Etapas, la montaña. Y preparar el Tour. Esto es de Kelly. Nos saca demasiado en crono, pierde poco cuesta arriba. Es suyo. O de Dietzen. Yo, el Tour. Pero ¿usted ha visto el recorrido del Tour? Es un infierno, durísimo, con subida contrarreloj al Mont Ventoux incluida. Allí debo dar el do de pecho. El Tour. Aquí no. Nada. Prepararme.

Pero llega la etapa décimo primera. El mismo ordinal que conquistó en Francia un par de años atrás. Casualidad. O no, vaya. Allí terminaba en Avoriaz, aquí rinde visita a un puerto mucho más exigente. Los Lagos de Covadonga. Sí, sí, el mismo donde los escarabajos espantaron en 1985 al subirlo con piñones de diecinueve dientes. Entrenando.

Y Herrera se desata. Vestido con su maillot rojo, líder de la montaña, cubiertos brazos hasta los codos con manguitos de color blanco, Lucho vuela. Ataca en La Huesera, el peor tramo de la subida, una recta infernal donde la pendiente no baja nunca del doce por ciento. Y algo ha cambiado. Su estilo… su estilo es diferente. Distinto. Va parado sobre los pedales, moviendo la bicicleta de un lado a otro, dejando caer el peso de todo su cuerpo en cada giro de las bielas. Descompone su figura él, que siempre fue bailarín en las cumbres. Pero merece la pena. Las imágenes muestran un ritmo, una velocidad, que contrasta con la de los perseguidores. Ellos parecen inmovilizados en brea derretida, Luis Alberto se desliza por una pendiente helada. Jamás se ha visto un Lucho tan seguro de sí mismo, con tanta confianza. No, al menos, en Europa. Ese no es un ataque que busque ganar la etapa, no.

Ahí está intentando vencer la Vuelta.

Los comentaristas de Televisión Española gritan, asombrados. Herrera brinca de una curva a otra como si fuese un gamo, como si toda su existencia hasta aquel día hubiese estado dirigida a eso precisamente, a devorar con gula de adolescente las ásperas cunetas de los Picos de Europa. Allí, donde el cielo se hace roca y verde, donde (casi) siempre se queda a vivir la niebla. Lugar sagrado, otro más, para los colombianos. Lucho será el primero, y hasta repetirá otra vez. Y luego Rincón, y también Nairo. Asturias, patria cundiboyacense…

Herrera entra esprintando, alza los brazos, satisfecho… y rápidamente vuelve a agarrar el manubrio para frenar casi en seco. Es tan poco el espacio, son tantas las cámaras, que ha estado a punto de atropellar a alguien y caer. Detrás los segundos empiezan a contar. Uno, dos, tres… 86 más tarde llega Belda, su sosias pequeñito y menos fiable. Junto a él Kelly, que se ha defendido mejor de lo que todos esperaban. El resto…un goteo. A partir del décimo todos por encima de los dos minutos. Y una consecuencia inesperada.

El liderato.

Ese 4 de mayo Luis Herrera cumple 26 años. Vence en la cima más mítica del ciclismo español. Y se viste con el maillot amarillo. Un premio inesperado, dice, temporal, Kelly lo recuperará en breve, no hay terreno para arrebatárselo. Pero nadie le cree. Tiene 39 segundos sobre el irlandés, 50 sobre Dietzen, el resto a partir de los 120. Y está, sobre todo, su mirada. Su gesto. La increíble ascensión a Covadonga, atacando desde mucho antes de lo necesario para solo ganar la etapa. Esa seriedad que ya no es timidez, sino concentración. Lucho Herrera ha olido la posibilidad de vencer. Ahora ya no prepara el Tour.

Ahora se va a dejar la piel.

El principal obstáculo es irlandés, ha sido granjero y dicen que tiene un físico de hierro. Se llama Sean Kelly, también está ante su gran oportunidad. Jamás pudo con las tres semanas y ahora… Es exactamente lo contrario a Herrera. Grande, musculado, rodador excelso, contrarrelojista magnífico, un sprinter de primer nivel. Su palmarés llena páginas y páginas con clásicas y pruebas para hombres rápidos. Pero falla cuesta arriba, siempre falla cuesta arriba. Hasta ese año. Más o menos.

La Vuelta parece que va a jugarse en la etapa 18. Contrarreloj en Valladolid de 24 kilómetros. Totalmente llanos. Todo el mundo espera que Herrera se mueva en sus guarismos habituales. Unos tres minutos perdidos con Kelly sería resultado aceptable, le permitiría pensar en voltear la carrera por el Sistema Central. Pero el colombiano anda como nunca y, sobre todo, se está exprimiendo más de lo que jamás hizo. Termina décimo séptimo en la crono, a un minuto y veinte segundos de Kelly, que ni siquiera ha ganado la etapa. Detrás de Herrera quedan hombres como Fuerte, Delgado, Lejarreta, Montoya o Arroyo. Nadie puede creer su tiempo. Es, definitivamente, otro Jardinerito.

Uno que está en la general solo detrás del irlandés. Cuarenta y dos segundos. ¿Podrá solventar esa desventaja en las tres etapas montañosas que quedan? Su pedalada parece irresistible, pero ningún segmento acaba en alto. Enigma…

Que se resuelve nada más iniciarse el siguiente parcial. Allí, a dos kilómetros de la salida, se retira Kelly. Lágrimas en los ojos, maillot amarillo en sus espaldas. Tiene un forúnculo en el perineo, uno dolorosísimo que no le permite apoyarse sobre el sillín. Lo ha intentado todo. Un filete justo entre el culotte y la piel, emplastes, incluso sajarlo para que de allí solo saliese sangre y pus. Nada, imposible. Ni siquiera un hombre de hierro puede aguantar semejante agonía. Todo queda despejado para la victoria de Lucho.

Aún así, se exhibe. Persigue a Fignon por las cumbres de Gredos, mete un minuto adicional a todos los rivales. Después de esa etapa lo separan más de sesenta segundos de Dietzen, el segundo en la general. Tiene un equipo potente, con Henry Cárdenas entre los diez primeros y otros dos colombianos del Postobón en el top ten. Son Omar Hernández y Óscar de Jesús Vargas. Nadie duda que, llegado el caso, echarán una mano a Lucho. Todo sea por el orgullo patrio.

No hace falta, porque el asunto está más que controlado. Años después, en su polémica autobiografía, Laurent Fignon contará que el equipo Café de Colombia pagó a su escuadra, Système U, para que no atacaran y les ayudasen amarrando la carrera. Fignon, dice, aceptó. Tenía una victoria de etapa, un puesto en el podio y muy pocas ganas de guerra… qué hay de malo en ganar algo de dinero adicional. Herrera niega el trato, el resto de escarabajos apoyan a su compatriota. ¿Por qué habrían de pedir favores a quien se mostraba mucho más débil que ellos? Fignon miente, cuentan. Pero allá quedó escrito…

El 15 de mayo de 1987 es un día histórico para Colombia. En Madrid miles de banderas tricolores se agitan saludando el paso de uno de los suyos. Vestido de amarillo. Vencedor, al fin, en alguna de las tres grandes pruebas por etapas del calendario europeo. Tenía que ser él, claro. Luis Alberto Herrera. El Jardinerito de Fusagasugá. Que aquel bautismo llegase, además, en la casa de la antigua potencia colonial no hizo sino aumentar el simbolismo del hecho.

Aquella tarde, en el podio, Lucho Herrera llora mientras escucha ¡Oh, gloria inmarcesible! ¡Oh, júbilo inmortal! “El Jardinerito plantó su primera flor”, titula El Mundo Deportivo, un periódico español. Por Bogotá no se ve un alma. La televisión narra en directo, la radio se desgañita añadiendo emoción a la emoción que ya hay. Cuando Herrera cruza la última meta se desata el júbilo, las calles llenas de gente, música sale de todos los lugares. Rafael Niño, el de Cucaita, está exultante. Ni siquiera los golpes que recibió por parte de la Policía española al término de la etapa (se montó un enorme caos en el que nadie sabía quién era aficionado y quién miembro del equipo) le borran la sonrisa. Al fin ha logrado la gran victoria fuera de América, aunque fuese como director. Y confiesa.

“Vinimos para ganar la montaña y alguna etapa, pero Lucho empezó a ir a más y… Además, hemos andado con frío y con calor, subiendo y bajando… quiero dedicar este triunfo a Colombia y especialmente al resto del equipo que se ha quedado en nuestro país”.

A Lucho lo cuelgan del teléfono. Todos quieren hablarle, todos le hacen carantoñas (los familiares) o promesas (los políticos). Él cuenta cosas de su intimidad a los periodistas. Pocas, porque siempre es discreto. Que no le gustan las centrales nucleares. Que disfruta escuchando a Julio Iglesias y Rocío Jurado. Que en el cine prefiere las películas simples, las de Chuck Norris, o Charles Bronson, o Bud Spencer.

Lucho Herrera ha ganado la Vuelta Ciclista a España de 1987. También, claro, el maillot de mejor escalador. Otros tres compatriotas (Óscar de Jesús Vargas, Henry Cárdenas y Omar Hernández) entran entre los diez primeros de la general. Ryalcao Postobón se llevó el premio de mejor equipo, Café de Colombia fue tercero.

Colombia ha conquistado España.

Aquel año 1993 de Álvaro Mejía

El de 1993 era año jodido para el ciclismo en Colombia.

Oh, sí.

Año jodido.

A ver, tenía lógica. Se venía de la época dorada, del momento en que todo un país se volcó con sus deportistas. La conquista europea, las arrancadas imposibles. Solo que ya no. Herrera… retirado. Fabio Parra alargando su currículum, sin posibilidades, ya, entre los más grandes. ¿Jóvenes? Pues sí, pero les falta madurar. ¿Los guerrilleros del midcart? Perdidos, ya no hay, son apariciones muy esporádicas, una estrella fugaz que cazas en mitad de la madrugada. ¿Quieren dato? El de 1993 fue primer Tour de Francia sin equipo colombiano desde la epopeya de diez años antes.

Crisis.

Y, entonces, apareció él. En el escenario más insospechado, entre las cumbres más difíciles. Apareció él.

Álvaro Mejía.

Digamos que Mejía era una estrella desde muy pronto, pero sin descollar totalmente. Acomodado, dijeron unos. Le falta hambre, opinaron los de más allá. No sufre, no quiere sentir dolor. Los otros, los viejos, los que venían de miseria, sí que dejaban pieles sobre el asfalto…

Álvaro Mejía Castrillón nació en 1967, allá por Risaralda. Y pronto, muy pronto, demostró que podía ser un as en esto de las bicis. Aun adolescente conquista parciales en el Clásico RCN, en el Carmen del Viboral. Luego sigue el aprendizaje preestablecido entonces. Dominio en su país. Veintiún añitos y general del Clásico RCN, etapas en la Vuelta, repite por Antioquia, recala en Postobón. Dicen que es el futuro, que sube como los escarabajos pero contrarrelojea como los holandeses. Dicen que es más “europeo” en sus entrenamientos, en su forma de rodar dentro del pelotón, en la mentalidad de cara a las competiciones. Con su nuevo equipo conoce otras latitudes, otras competencias, lo más granado del ciclismo mundial. Es tercero en Dauphiné allá por 1990, gana en Galicia, se viste como mejor joven del Tour 1991, el primero de entre los que ganó Indurain. Tiene todo para ser una leyenda, tiene todo para convertirse en el primer colombiano que miré París desde lo más alto del pódium.

Solo que…

Solo que, cuentan, no le gusta esforzarse. Solo que, dicen, prefiere descansar al entrenamiento bajo la lluvia. Él se defiende. Es mi estilo, es por mi estilo, mi estilo es dulce, mi pedalada es fácil, pero sufro como los demás. Como los demás, más que los demás, como los demás. No ayuda, tampoco, el momento del ciclismo en Colombia. La crisis, la desaparición de escuadras, el desapego del aficionado. Así que, sumen razones a las razones, Álvaro Mejía hace maletas y marcha a buscarse los cuartos. Hasta el norte, a los Estados Unidos. Equipo Motorola, oh, yeah. Con Armstrong, con Andy Hampsten, con aquel maillot de color encarnado y azul. Más chulo no se puede ir, colega.

Solo que Álvaro, ay, Álvaro, qué esperamos de Álvaro. Pues poca cosa. Apariciones esporádicas, presencia en vueltas menores. ¿grande Boucle? No, no. A ver, puede meterse entre los diez, pero ya. Así que nadie, absolutamente nadie, enarca demasiado la ceja cuando Motorola queda tercero en la crono por equipos. Un minuto a Banesto, casi tres al Clas. Y tampoco nadie, pero absolutamente nadie, pone el grito en el cielo cuando Mejía se filtra en una escapada de siete camino de Chalons sur Marne. En meta gana Bjarne Riis (ejem), segundo hace Sciandri, luego Museeuw, el colombiano, Leonardo Sierra, Anderson, Cenghialta. Otros dos minutos y medio a los líderes, y Álvaro segundo en la general, muy cerquita de Museeuw, muy por delante de otros llamados a cosas buenas. Oye, no está saliendo mal el rollito, ¿eh? Sumen que al día siguiente gana un joven texano en Verdun y… menuda primera semana.

Digamos que las cosas vuelven un poco a su cauce en la crono. Vigésimo primero, a casi seis minutos de Indurain. Ahora va octavo en la lucha por el amarillo, y parece que su puesto es ese, parece que puede batirse por sitios nobles pero lejos de los que suman minutos y minutos en las pantallas. Solo que Mejía nos tiene reservada otra sorpresa.

Sorpresas, más bien. Aguanta los Alpes como un auténtico capo. Corona Galibier con Rominger e Indurain, queda segundo en meta. Hace quinto veinticuatro horas más tarde en Isola 2000, camino de La Lombarda. Ha perdido un total de quince segundos con los dos dominadores en el periplo alpino, es segundo en la general. Vale, el maillot resulta imposible, porque Indurain le mete tres minutos y medio (y porque es muy superior) pero podría trincar pódium. Jaskula y Rominger persiguen. Será cosa de ver quién aguanta.

Aguantaron los demás. Mejía pasa los Pirineos quedándose y enganchando, dejando años de vida en el intento. Siempre con su casco, siempre con esa gestualidad amable y fácil. Como si no necesitase hacer fuerza. Pero cada día le costaba más, y más. En Pla d´Adet peta un minutito. Sigue segundo, pero tiene jauría muy cercana. La crono habría de dictar sentencia, y la crono fue desastrosa para él. El día que Rominger vence a Indurain, Álvaro pierde fuelle, aliento, ganas y casi cuatro minutos. Cae hasta el cuarto puesto de la general, justo por delante de aquel danés calvo, feo y grandote con el que se escapó dos semanas antes. Tanto esfuerzo para nada, tanto ir remando para quedarse cerca del objetivo… sin foto, sin sonrisa, sin historia.

Aquel año terminó bien para Álvaro, con victoria en la Volta a Catalunya. Segundo fue Fondriest, el maravilloso Fondriest de 1993. Pero, quizá, algo se le había roto en el Tour de Francia. Los sacrificios, las atenciones, el dolor… Debe frustrar quedarse tan cerca, debe frustrar ver que te ganan justo en el último momento. Mejía nunca recuperó de aquel golpe, y apenas aguantó un par de años en la élite. Se retiró pronto, muy pronto, y estudio para médico, quien sabe si asombrado por lo que vio aquel día en Chalons sur Marne.

Fue el final de un ciclista único, uno que parecía destinado a reinar, uno que tuvo cierto mes mágico por julio de 1993, cuando casi rozó con la yema de sus dedos la imagen más anhelada por cualquier corredor…

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Nace EL AFILADOR

portada Nace EL AFILADOR El Afilador Libros de Ruta LIBROS DE RUTA nació en 2013. Queríamos editar nuevos libros que nos hicieran sentirnos en la punta del sillín. Que nos hicieran sudar subiendo los Dolomitas o los Alpes. Que nos asustaran los chirridos de los frenos de cualquier sprint. Y queríamos traducir sensaciones publicadas en otros idiomas. Porque si algo tiene el ciclismo es una jerga propia y muchas historias por contar.

Vuestra fidelidad ha hecho que el pelotón vaya aumentando y lanzamos ahora una nueva colección. Una colección que pretende reunir a las plumas más afiladas del periodismo y la literatura sobre ruedas. Nace EL AFILADOR, un recopilatorio anual de crónicas, artículos y reportajes de media o larga extensión sobre el ciclismo.

Este libro recopilatorio de narraciones ciclistas pretende ofrecer textos de calidad redactados cada año por periodistas, escritores/as, deportistas que si tienen algo en común es su pasión por el ciclismo y las letras.

En este primer volumen, encontraremos al periodista Jesús Gómez Peña con un artículo sobre los orígenes de las principales pruebas ciclistas: «De papel». Juanfran de la Cruz nos trae los comienzos de una de las pruebas históricas, concretamente de la Vuelta a España. Y de una primera edición inicial en la que iba a participar Bottechia pero que nunca se puso en marcha.

Ander Izagirre, por su lado, nos trae dos historias desde Italia. Porque si hay un país donde el ciclismo se vive como una religión, ese es Italia. Jorge Quintana también viaja, en este caso al país de moda en el ciclismo, Colombia. Desde la primera Vuelta a Colombia hasta la nueva oleada encabezada por Nairo Quintana o Chaves, Jorge repasa los grandes hitos del ciclismo colombiano en su artículo.

El exciclista Pedro Horrillo investiga sin salir de casa el auge y posterior desaparición de ZEUS, el prestigioso fabricante de componentes y bicicletas del que todavía quedan vestigios en el pueblo en el que tuvo su principal fábrica y ahora reside Pedro: Abadiño.

Por último, Fran Reyes nos cuenta una de esas historias que desgraciadamente se ha repetido muchas veces en el ciclismo profesional. En primera persona, narra cómo los cantos de sirena de una marca o patrocinador pueden atraer a deportistas y técnicos que posteriormente ven naufragar el equipo de sus sueños.

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