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Aquel año 1993 de Álvaro Mejía

El de 1993 era año jodido para el ciclismo en Colombia.

Oh, sí.

Año jodido.

A ver, tenía lógica. Se venía de la época dorada, del momento en que todo un país se volcó con sus deportistas. La conquista europea, las arrancadas imposibles. Solo que ya no. Herrera… retirado. Fabio Parra alargando su currículum, sin posibilidades, ya, entre los más grandes. ¿Jóvenes? Pues sí, pero les falta madurar. ¿Los guerrilleros del midcart? Perdidos, ya no hay, son apariciones muy esporádicas, una estrella fugaz que cazas en mitad de la madrugada. ¿Quieren dato? El de 1993 fue primer Tour de Francia sin equipo colombiano desde la epopeya de diez años antes.

Crisis.

Y, entonces, apareció él. En el escenario más insospechado, entre las cumbres más difíciles. Apareció él.

Álvaro Mejía.

Digamos que Mejía era una estrella desde muy pronto, pero sin descollar totalmente. Acomodado, dijeron unos. Le falta hambre, opinaron los de más allá. No sufre, no quiere sentir dolor. Los otros, los viejos, los que venían de miseria, sí que dejaban pieles sobre el asfalto…

Álvaro Mejía Castrillón nació en 1967, allá por Risaralda. Y pronto, muy pronto, demostró que podía ser un as en esto de las bicis. Aun adolescente conquista parciales en el Clásico RCN, en el Carmen del Viboral. Luego sigue el aprendizaje preestablecido entonces. Dominio en su país. Veintiún añitos y general del Clásico RCN, etapas en la Vuelta, repite por Antioquia, recala en Postobón. Dicen que es el futuro, que sube como los escarabajos pero contrarrelojea como los holandeses. Dicen que es más “europeo” en sus entrenamientos, en su forma de rodar dentro del pelotón, en la mentalidad de cara a las competiciones. Con su nuevo equipo conoce otras latitudes, otras competencias, lo más granado del ciclismo mundial. Es tercero en Dauphiné allá por 1990, gana en Galicia, se viste como mejor joven del Tour 1991, el primero de entre los que ganó Indurain. Tiene todo para ser una leyenda, tiene todo para convertirse en el primer colombiano que miré París desde lo más alto del pódium.

Solo que…

Solo que, cuentan, no le gusta esforzarse. Solo que, dicen, prefiere descansar al entrenamiento bajo la lluvia. Él se defiende. Es mi estilo, es por mi estilo, mi estilo es dulce, mi pedalada es fácil, pero sufro como los demás. Como los demás, más que los demás, como los demás. No ayuda, tampoco, el momento del ciclismo en Colombia. La crisis, la desaparición de escuadras, el desapego del aficionado. Así que, sumen razones a las razones, Álvaro Mejía hace maletas y marcha a buscarse los cuartos. Hasta el norte, a los Estados Unidos. Equipo Motorola, oh, yeah. Con Armstrong, con Andy Hampsten, con aquel maillot de color encarnado y azul. Más chulo no se puede ir, colega.

Solo que Álvaro, ay, Álvaro, qué esperamos de Álvaro. Pues poca cosa. Apariciones esporádicas, presencia en vueltas menores. ¿grande Boucle? No, no. A ver, puede meterse entre los diez, pero ya. Así que nadie, absolutamente nadie, enarca demasiado la ceja cuando Motorola queda tercero en la crono por equipos. Un minuto a Banesto, casi tres al Clas. Y tampoco nadie, pero absolutamente nadie, pone el grito en el cielo cuando Mejía se filtra en una escapada de siete camino de Chalons sur Marne. En meta gana Bjarne Riis (ejem), segundo hace Sciandri, luego Museeuw, el colombiano, Leonardo Sierra, Anderson, Cenghialta. Otros dos minutos y medio a los líderes, y Álvaro segundo en la general, muy cerquita de Museeuw, muy por delante de otros llamados a cosas buenas. Oye, no está saliendo mal el rollito, ¿eh? Sumen que al día siguiente gana un joven texano en Verdun y… menuda primera semana.

Digamos que las cosas vuelven un poco a su cauce en la crono. Vigésimo primero, a casi seis minutos de Indurain. Ahora va octavo en la lucha por el amarillo, y parece que su puesto es ese, parece que puede batirse por sitios nobles pero lejos de los que suman minutos y minutos en las pantallas. Solo que Mejía nos tiene reservada otra sorpresa.

Sorpresas, más bien. Aguanta los Alpes como un auténtico capo. Corona Galibier con Rominger e Indurain, queda segundo en meta. Hace quinto veinticuatro horas más tarde en Isola 2000, camino de La Lombarda. Ha perdido un total de quince segundos con los dos dominadores en el periplo alpino, es segundo en la general. Vale, el maillot resulta imposible, porque Indurain le mete tres minutos y medio (y porque es muy superior) pero podría trincar pódium. Jaskula y Rominger persiguen. Será cosa de ver quién aguanta.

Aguantaron los demás. Mejía pasa los Pirineos quedándose y enganchando, dejando años de vida en el intento. Siempre con su casco, siempre con esa gestualidad amable y fácil. Como si no necesitase hacer fuerza. Pero cada día le costaba más, y más. En Pla d´Adet peta un minutito. Sigue segundo, pero tiene jauría muy cercana. La crono habría de dictar sentencia, y la crono fue desastrosa para él. El día que Rominger vence a Indurain, Álvaro pierde fuelle, aliento, ganas y casi cuatro minutos. Cae hasta el cuarto puesto de la general, justo por delante de aquel danés calvo, feo y grandote con el que se escapó dos semanas antes. Tanto esfuerzo para nada, tanto ir remando para quedarse cerca del objetivo… sin foto, sin sonrisa, sin historia.

Aquel año terminó bien para Álvaro, con victoria en la Volta a Catalunya. Segundo fue Fondriest, el maravilloso Fondriest de 1993. Pero, quizá, algo se le había roto en el Tour de Francia. Los sacrificios, las atenciones, el dolor… Debe frustrar quedarse tan cerca, debe frustrar ver que te ganan justo en el último momento. Mejía nunca recuperó de aquel golpe, y apenas aguantó un par de años en la élite. Se retiró pronto, muy pronto, y estudio para médico, quien sabe si asombrado por lo que vio aquel día en Chalons sur Marne.

Fue el final de un ciclista único, uno que parecía destinado a reinar, uno que tuvo cierto mes mágico por julio de 1993, cuando casi rozó con la yema de sus dedos la imagen más anhelada por cualquier corredor…