Giovanni Jiménez, el pionero de antes de los pioneros
Giovanni Jiménez Ocampo nació en Medellín en 1942. El padre era de Fredonia; la madre, de Sonsón. La casa que compartían estaba entre las iglesias de San Ignacio y San José. Un buen barrio, con arbolado, con servicios. Muy, muy cerca del comienzo de Las Palmas, subida mítica para cualquier medellinense. Pronto mostrará el muchacho interés por la bicicleta. Tiempos de la visita de Coppi, de ver a Koblet exhausto reptando por el Alto de Minas. Las primeras vueltas a Colombia. Ramón Hoyos y el Zipa Forero. Pioneros. Tan hermosos. Él también lo será. Cuando ponga fin a sus pedaladas habrá sido profesional durante doce temporadas en algunos de los mejores equipos de Europa, marcando hitos fundacionales para el ciclismo en Colombia.
Viviendo, también, demasiado olvidado por los suyos.
Tan lejos, tan solo.
Que Giovanni Jiménez abandonase Colombia en un buque, el Fort Carillon, que partía del puerto de Santa Marta es otra de las ironías, de los símbolos poderosos, que nos va regalando nuestro relato. La ciudad más antigua del país, aquella donde exhaló su último suspiro el Libertador Simón Bolívar. Encajada entre el Caribe y las montañas, mirando al océano. De ahí salió en 1962 un mercante que llevaba bananas y, también, unos cuantos pasajeros. Entre ellos un joven paisa de apenas veinte años. Sacó una silla a cubierta y se sentó, durante un rato, a ver la costa. Un país que se aleja, lentamente. Cuando el último cachito de tierra colombiana se perdió más allá de la línea del horizonte Giovanni se levantó y tomó aire.
Estaba solo. Solo con sus sueños.
El plan ya no le parecía tan eficaz, las posibilidades no resultaban tan grandes allí, en alta mar, entre mareos y el inmenso azul. Había dominado a todos en su Medellín natal, se había convertido en un as de la pista siendo todavía adolescente. El invencible, el que todo lo puede. También domeñar al miedo. Potencia en el llano, en los embalajes, capacidad para rodar durante mucho tiempo perfectamente acoplado a la máquina. Fue campeón nacional del kilómetro. Tú podrías hacer carrera en Europa, Giovanni, le decía Joachim Kautezky. Y sonreía.
Kautezky era un ingeniero alemán que estaba en Medellín al servicio de la empresa Siemens, donde Jiménez trabajaba como vendedor. Un loco del ciclismo, un aficionado de raza, que recordaba carreras vistas en el Viejo Continente y que tan poco se parecían a las colombianas. Allí, Giovanni, hay pruebas durísimas, en la primavera, pruebas llenas de barro, casi completamente llanas, donde los hombres demuestran toda su valía. Las llaman clásicas, Giovanni, y tú estás perfectamente adaptado a ellas. Si fueses… si fueses a Europa podrías llegar a ser un gran campeón, amigo… imagínate, el primer colombiano profesional del ciclismo.
Eso pensaba Giovanni Jiménez en el Fort Carillon. Muchos días, demasiados. Tantas vueltas a la cabeza. Arrepentimiento. Terror. Pero, sobre todo, un cierto aroma de aventura. Seré pionero. No era Giovanni de los que se dejan amedrentar. O, al menos, no iba a reconocerlo.
El desembarco se produce en Hamburgo, legendario puerto de la Hansa. Es verano, pero las noches resultan frescas para Jiménez. Cada día un poco más. Cuando en unos meses el invierno empiece a enseñar los dientes con toda su crudeza el frío atenazará sus desvelos.
Porque allá, al principio, Giovanni apenas duerme. Nunca pensó que fuera fácil la hazaña que perseguía, pero aquello superaba todo lo esperable. En primer lugar no podía correr, porque su licencia colombiana no tenía validez en Europa, así que las únicas carreras en las que tomaba parte eran competiciones “golfas”, no oficiales. En carretera, de esas no las había en los velódromos que eran su especialidad. Llegaba derrengado, claro, su cuerpo insistía en pedir alimento a diario, y la comida se compra con dinero, el dinero nada más que viene con trabajo, y el trabajo que encontró Jiménez en Alemania fue uno durísimo, en una empresa metalúrgica. Cables submarinos salían de sus manos, cada vez más grandes y encallecidas. Jornadas casi de sol a sol. Sin tiempo apenas para entrenar. Y más contratiempos.
El idioma, claro, aunque ese era esperable. Afortunadamente Jiménez es listo, aprende rápido, tras solo unas pocas semanas puede hacerse entender en alemán. Con los años sumaría a esa lengua el francés y el flamenco. Toda una torre de Babel por su enjuto cuerpo de pedalista.
Y la propia geografía. Quizá Hamburgo no era el mejor lugar para empezar una aventura ciclista. Poca tradición, pocos clubes, muchos meses de nieve y temperaturas gélidas que impedían competir con la bici. Así que Jiménez viajó a Múnich. Más tarde a Colonia, porque le habían dicho que aquella ciudad era el centro de la bicicleta en la República Federal Alemana. Allí Giovanni necesita un equipo con el que correr, pero no tiene ninguna referencia. Así que acude al velódromo, busca entre los carteles publicitarios alguna tienda de bicis. Apunta la dirección, se presenta allá, dice al dueño, idioma titubeante y chapurreado, que quiere competir. Casualmente aquel buen hombre patrocina un club de Colonia. Todo está empezando cuando nada aún ha empezado.
Jiménez se sube a la bicicleta. Es amateur, y participa en carreras de pueblo, kermeses locas que consisten en dar vueltas y vueltas a un circuito muy pequeño. Algo parecido al velódromo, vaya, piensa nuestro cafetero. Y se anima. Porque en el velódromo él es una rueda a seguir. Así que empieza a ganar. Una, dos, tres veces. En pocas semanas amasa muchas victorias, todas ellas por delante de los mejores alemanes de su edad. Destaca, destaca mucho. En los círculos de entendidos todos empiezan a hablar del colombiano ciclista.
Pero Jiménez no está satisfecho. Mira a su alrededor y no ve una estructura profesional. Él cruzó el Atlántico para correr contra los mejores ciclistas del mundo, para participar en las grandes pruebas. No lo hizo para imponerse a jóvenes en Colonia, no, desde luego, para ganar sin problemas competiciones de pueblo. Quería más. Y sabía cómo conseguirlo.
Durante sus carreras germanas Jiménez había conocido a un militar belga llamado Emile van Ruymbeke que no paraba de hablarle de su país. Deberías verlo. La organización, los equipos, los campeones. El pavé, la lluvia, el viento. Las clásicas… ahhh, las clásicas. Es otra cosa. El centro del universo ciclista. Y Jiménez soñaba. Qué más daban otros cientos de kilómetros, después de los miles recorridos. Habla con Emile y este se muestra encantado. Si vas a Bélgica yo te dejaré mi casa para que te alojes en ella. Ahora está vacía, así que mejor que alguien la use. Ya verás, es un sitio precioso, un pequeño pueblo muy cerca de Bruselas. Ruisbroek, se llama Ruisbroek. Allí podrás hacerte profesional…
Era el año 1968 y Giovanni Jiménez iba a conocer el mejor ciclismo del mundo.
La llegada fue estrepitosa. Debutó como amateur a finales de ese invierno en las filas del Ruisbroek Sportief Cycling. El presidente de ese club, Camille Berghmans, fue pilar principal de Jiménez durante su aventura belga. Le cuidó, le mimó, le enseñó todo lo que necesitaba saber sobre ese ciclismo tan diferente al suyo. Y, cosas de la vida, le presentó un buen día a su hija, Yolande, una joven que muy pronto encandiló a Giovanni con sus ojos, su sonrisa, el sonido particular que tomaban las palabras en aquel idioma que huele a lluvia, a petricor. Juntaron sus manos uno de aquellos primeros días y nunca más quisieron separarlas.
La fortuna de Giovanni iba, pues, en ascenso, y para la primavera ya había conseguido seis victorias, una detrás de otra. Su nombre, mal pronunciado, empezaba a correr de boca en boca entre los flamencos. A veces, incluso, con pequeños murmullos de admiración. El chico este, el de fuera. El que no se rinde. El mejor ejemplo sucedió el 11 de mayo, en una carrera para aficionados que se disputaba en Mouscron. Faltan unos kilómetros para completar los 105 que tendrá la competición, y dos ciclistas se destacan sobre el resto. Uno es moreno, piernas fuertes, mirar taciturno. Se llama Giovanni Jiménez. El otro es ya un ídolo en Flandes, un hijo de Nevele cuyo apellido resulta sinónimo de ciclismo. Planckaert, nada menos. Walter, la gran esperanza de la familia. Ambos ruedan con fuerza, pero el colombiano aprieta más, con todo su ímpetu, mientras el belga se escabulle de algunos relevos. Un par de veces, a la salida de las curvas, en la subida a los puentes, Jiménez está a punto de marcharse solo, pero Planckaert se come el asfalto para seguirlo. Y entonces le habla, farfullando palabras en mil lenguas para hacerse entender. Vas mejor que yo, colombiano, dice, déjame acompañarte hasta la meta, firmo el segundo puesto, no te esprintaré. Un trato perfecto. Giovanni aprieta los dientes, pisotea los pedales con más furia. Walter apenas puede quitarle el viento por cien metros. Que, curiosamente, son los últimos. Ha faltado a su palabra, ha esprintado cara a meta, ha ganado la prueba. Jiménez está furioso, tanto que tira sobre Planckaert un termo completo de café. Por no pegarle dos trompadas, suponemos. La casualidad hizo que todos los periodistas vieran ese gesto. “La furia colombiana”, titulará al día siguiente un periódico flamenco su crónica. Giovanni Jiménez no se iba a dejar amedrentar por nada ni por nadie.
(No le fue mal después a Walter Planckaert en el profesionalismo. Ganó la Amstel, Harelbeke, Tour de Flandes, etapas en el Tour. Una vida bien aprovechada).
Tan grande resultó el impacto del antioqueño en Bélgica que para el verano de ese 1968 Giovanni Jiménez firma su primer contrato como profesional. Maillot amarillo con mangas blancas. Y dos palabras sobre el pecho.
Mann-Grundig.
Giovanni Jiménez había caído en uno de los mejores equipos del mundo. Allí corría Herman van Springel. El mismo que ganó Het Volk y Giro de Lombardía aquella temporada. El que quedó segundo (corriendo para la selección belga) en el Tour de Francia. Por un suspiro, apenas 38 segundos. La más dura derrota.
El soñado debut se produce un 31 de julio, año 1968. Malle, cerca de Amberes. Aquel día un colombiano corría una prueba profesional de ciclismo. La primera vez. No lo hizo mal, quedó octavo. Si Efraín Forero será para siempre el pionero en la Vuelta a Colombia, es justo que a Giovanni Jiménez se le reconozca igual mérito en el profesionalismo europeo.
De ahí en adelante, éxitos e hitos para siempre. También, claro, algunas victorias y, en general, un desempeño serio y constante, apreciado por directores y compañeros. Otro año en Mann-Grundig. Luego el Goldor-Fryns, el Alsaver-Jeunet-De Gribaldy (patrocinado por el mítico vizconde, dirigido por el inigualable Driessens), el Splendor. Colores, colores, también relatos. E incluso un tiempo, exitoso, en el BIC. La temporada 1971. Compañero del Ocaña que reventó el Tour, el mismo que después se partió el alma en el col de Menté intentando seguir a Eddy Merckx. Un año fructífero para Jiménez, que pudo conseguir dos victorias, las dos primeras dentro del pelotón de los mejores. En Amberes, en Kruibeke. Ambas ciudades de Bélgica, de aquel Flandes que amaba y al que estaba cada vez más adaptado. El primer colombiano en Europa rodaba con fuerza por los adoquines, no tenía miedo a las duras subidas que allí llaman bergs, sabía colocarse cuando hacía viento, cuando amenazaban los temibles abanicos. El primero fue, en algunas cosas, el único. O, al menos, el más extraño.
A partir de entonces el nombre de Jiménez aparece asiduamente en las clasificaciones de las más grandes carreras. Siempre será “el primer colombiano en acabar…”. Pongan ustedes el resto (salvo el Giro y el Tour, que le corresponden a Cochise).
Y toma parte también, claro, en el Campeonato del Mundo, al cual acudía como único representante cafetero, en la más absoluta soledad. Hasta le costaba que le enviasen un maillot de lana, blanco y con la bandera en el pecho, para poder correr aquellas pruebas. Pero lo hizo. Como Forero un par de décadas antes. Solo que Jiménez competía, ya, con los profesionales. Lo hizo por vez primera en 1971, en una carrera que se disputó en Mendrisio. Suiza, muy cerca de la frontera italiana. Un total de 93 corredores tomaron la salida, pero solo 57 lograron superar los 269 kilómetros que tenía la prueba. Ganó Eddy Merckx, como pasaba (casi) siempre. Jiménez llegó en 33º lugar, a ocho minutos y seis segundos del belga. No era poco premio para alguien que no tenía compañeros, ni director, ni masajista, ni apoyo alguno. Repetiría en 1976, la edición disputada en Ostuni. El puesto sería un poco peor (43º, justo por delante de Lucien van Impe) pero en esta ocasión apenas 27 segundos lo separaron del vencedor, un Freddy Maertens que parecía querer comerse el mundo. Todos los mundos.
Giovanni cuenta que disputó otros cinco mundiales, pero que no los pudo terminar. “Competir cada año con la camiseta tricolor de Colombia era sagrado para mí, una especie de peregrinaje especial, un honor imposible de estimar, aunque allá, en América, nadie supiera que lo estaba haciendo”.
Jiménez fue también el primer colombiano en correr y terminar la Amstel Gold Race (1971, hizo 41º), Gent-Wevelgem (1972, 90º), Het Volk (1972, 68º) o el Tour de Flandes (1973, 32º). También tomó la salida en el Infierno del Norte, la París-Roubaix, pero en este caso no fue capaz de llegar hasta el velódromo que hay en la ciudad de las hilaturas…
Y la Vuelta, cómo no.
La Vuelta a España.
Nada menos.
La que después daría gloria a los escarabajos. La de Herrera o Nairo.
Él fue, claro, el primero.
Él.
Giovanni Jiménez.
En 1974. Giovanni corría en un modesto equipo francés llamado Magiglace-Juaneda. Una marca de sirope de chocolate y otra de bicicletas. Maillot azul con mangas amarillas, como el que llevaba el mítico Kas en el Tour de Francia. Solo que el Magiglace no era el Kas, sino un invento mucho más modesto que solo duró una temporada. Les dio tiempo a correr la Vuelta a España, a ganar una etapa allí (de la mano de Martín Martínez, burgalés que se nacionalizó galo una década antes). Y allí acudió el primer colombiano en correr la Vuelta a España.
Carrera de infortunio, sí, para Jiménez.
El histórico debut tuvo lugar el 23 de abril de 1974. Fue en Almería, en una contrarreloj de 4200 metros. El ganador fue Swerts, y Jiménez fue el 78º mejor tiempo, perdiendo 41 segundos. Solo otros diez corredores lo hicieron peor que él. Las perspectivas no eran las mejores… y la cosa aún iba a empeorar. Al día siguiente, etapa llana, sprint victorioso para Peelman, con Jiménez entrando en el pelotón, y ascendiendo hasta la 70º plaza de la general. Eso sí, su presencia no pasaba desapercibida para los periodistas, que encontraban en su procedencia, en su suave acento colombiano lleno de giros y palabras belgas, material jugoso para anécdotas. No es descabellado decir que, pese a su modesto desempeño deportivo, Jiménez fue en esos primeros días uno de los rostros más populares de la carrera. Le llamaban el Internacional, porque nació en Medellín (Manizales, apuntan erróneamente muchos periódicos españoles de la época), tenía nombre italiano, vivía en Bélgica, corría para un equipo francés y disputaba la Vuelta a España. Casi nada.
En Granada, meta de la tercera etapa, Jiménez sigue con su particular calvario, y vuelve a perder otro cuarto de hora. Baja cuatro puestos, pero aún conserva otros once ciclistas por debajo de él en la clasificación. O tempora, o mores. Fuengirola y Sevilla son dos estaciones de paso para Giovanni, que va penando como puede, siempre de los últimos. Jamás ha corrido tantos días seguidos, con un tiempo tan cambiante (calor un día, lluvia y frío otro), con ese nivel de exigencia. Camino de Córdoba… más penurias. Ya está a media hora del primero en la general (Perurena), y tiene por detrás de él nada más que a Fernandes, Collinet y Guyot. Justo precediendo a Jiménez está Charles Genthon. Hay tres hombres del Magiglace-Juaneda entre los cinco últimos…
El calvario de Jiménez termina en la novena etapa, la que lleva a los ciclistas desde Madrid hasta el complejo hotelero de Los Ángeles de San Rafael. La primera de gran montaña, que atravesaba Morcuera, Cotos y El León. Ya ven, una muestra más de que Giovanni nunca fue un colombiano al uso. Aquel día José Manuel Fuente empezaba a ganar su segunda Vuelta a España gracias a una fastuosa exhibición, y el de Medellín se veía forzado al abandono. No por estar exhausto, que también, sino a causa de una avería mecánica. El cable de su cambio se partió en dos y el inexperto mecánico del Magiglace-Juaneda no fue capaz de arreglar el estropicio a tiempo. Terminaba así la gran aventura de Jiménez por España. El día anterior, al término de la octava etapa, marchaba en el puesto 74º, a 45 minutos del líder…
Aún volverá Giovanni Jiménez a disputar otra Vuelta a España. Será en 1978, cuando lo haga encuadrado en el equipo belga Old Lord’s-Splendor. Maillot blanco con ribetes rojo y azul, y una plantilla potentísima donde destacaban hombres como Swerts, Ferdinand Bracke o el exótico australiano Donald Allan. Tampoco ese año le fue bien. Ya desde el segundo día el malísimo tiempo asturiano (lluvia, viento, frío) se le metió en el pecho a los corredores. A Bracke le obligó a bajarse de la bicicleta y abandonar. Su compañero colombiano cayó hasta lo más bajo de la clasificación general, tosiendo, y sin apenas poder respirar. Bronquitis, dolor lacerante. Veinticuatro horas más tarde no pudo tomar la salida.
Así fue el final de aquel principio…